lunes, 28 de diciembre de 2009

Verano europeo



Beatriz Actis

La primera postal llegó un domingo de junio; venía de Europa y tenía la imagen del Castillo sobre la leyenda “Praha”. Tuve miedo; miré a través de la ventana: el viento inclinaba los sauces hacia el sur. Pensé que no debería haber abierto siquiera el sobre, pero no sólo lo abrí sino que di vuelta la postal y vi la tinta negra que dibujaba algo más parecido a patas de araña que a palabras. Cerré los ojos para no leer, y con los ojos cerrados la rompí. Abrí la ventanita encristalada de la salamandra y tiré los restos al fuego. Después la miré arder. La segunda llegó un mes después: era la Torre Eiffel recortada en un cielo nocturno de fuegos artificiales. La di vuelta, las patas de araña dibujaban: “Le 14 juillet, jour de la fete nationale...”; salté con la mirada hasta las letras impresas: “Paris - Cartes, 10 - Rue Saint Marc - 75002 Paris”. Esta vez me emocionó; cuando era adolescente estudiaba francés, aún conservo el “Manual Amador” de Sopena. Repetí varias veces en voz alta la dirección; después la arrojé al fuego. El sobre, como el primero, no tenía remitente. Durante todo julio me sentí deshauciado.
El lugar en que vivo está en las afueras de Sauce. Sauce es un suburbio de Santa Fe, un pueblito perdido sobre el río; yo vivo en el suburbio del suburbio. Aquí el viento y el frío se padecen más que en la ciudad; el techo de chapa de mi casa se sacude con cada ráfaga como la vela de un barco. Ese invierno la sudestada inundó las quintas cercanas a la costa y convirtió los bañados en lagunas. Por aquellos días leí en la página de ciencia del diario que la causa del viento es el sol porque calienta la Tierra y ésta, el aire que la rodea; después el aire caliente se dilata, se hace más liviano y sube, dejándole su lugar al aire más pesado y frío. Etcétera. Un domingo tomé mi vieja cámara Voigtlander y me paré al costado de la ruta a esperar la “L” amarilla que lleva a Santa Fe; en medio del viento que sacudía los sauces añoraba algo que nunca había vivido, lugares en donde jamás había estado. No pensé en la bruma de París o en el cielo gris de Praga; no pensé en el calor pegajoso de Santa Fe de octubre a abril. Extrañaba con desesperación y con amargura el tibio sol del verano europeo. Una hora después estaba en Santa Fe, parado en la costanera, frente a los restos del Puente Colgante. Creí recordar que lo había construido un ingeniero suizo o francés. Me acomodé de espaldas al brillo difuso del sol y saqué una foto del primer tramo, el único que sobrevive de la estructura de metal. Crucé hasta la otra orilla; desde la playa de enfrente, le saqué otra foto a los restos del puente; imaginé un ejército de muñecos a cuerda o de autómatas caminado por la planchada, en el inicio intacto del puente, hasta el lugar en que abruptamente se corta; los autómatas cayendo uno tras otro en el precipicio, ahogándose uno tras otro en el agua marrón infestada de camalotes. Al día siguiente las revelé: estaban fuera de foco; elegí la más nítida y la guardé adentro de un sobre. Una tarde lluviosa de agosto tomé coraje: escribí en el sobre la dirección completa de la rue Saint Marc y, después de consultar mis viejos libros de francés, garabateé en la postal un saludo formal seguido de una firma ilegible. Cerré el sobre pasando la lengua por los bordes; el gusto de la goma me dio arcadas. Por la mañana despaché la carta en la estafeta de Sauce. La empleada leyó “París” y me hizo un comentario entre admirado y rencoroso. Sonreí vagamente. Volví caminando por la banquina. La ruta corre paralela a la autopista, pero los camiones se desvían porque en la autopista deben pagar peaje. Siempre bordeando la ruta poblada de camiones que cada tanto hacían sonar sus bocinas prolongadas y graves, llegué a mi casa. Me sentía cómplice de algún suceso clandestino.
La tercera postal también fue de París (de alguna manera, comprendí que Praga era un lugar de tránsito). La foto mostraba la iglesia de Saint-Germain-des Prés que escondía su silueta tras los árboles. Con una mirada rápida (furtiva) esquivé las patas de araña, que rechinaron en el fuego de la salamandra. Tomé la cámara, corrí hasta la ruta, subí a la “L” y ya en Santa Fe recorrí la ciudad vieja. Fotografié la catedral, los tres museos, el monumento a Garay en el Parque del Sur, el frente del Colegio de los Jesuitas. Una vez reveladas, ninguna de las fotos me conmovió.
En esos días (era mediados de agosto) recibí la primera contestación. Al ver el sobre, temblé pensando que se trataba de otra postal. Lo abrí con temor, la letra redondeada y prolija me tranquilizó. La firmaba un tal M. Puyade, de “Paris - Cartes. Editions Lyna - Paris”. Logré traducir que devolvía mi foto porque no lograba comprender a quién iba dirigida, y que en tal caso a la firma que él representaba no le correspondía retenerla. Miré las ruinas del Puente Colgante que amablemente me reintegraban los franceses. Esa foto había cruzado dos veces el océano y ahora navegaría en el interior de la salamandra. La calma no duró: a fines de agosto llegó la de la “Place des Abbesses”, blanca y verde rodeando el cartel de “Metropolitain” en la entrada del métro, el revés blanco adornado con varias filas de patas de araña. Pensé: “Acabará el verano”.
Decidí fotografiar el Monumento a Monzón en Santa Fe. La estatua es alta como un faro, de piedra porosa y gris; el boxeador tiene los brazos en alto y el cinturón de campeón pintado de todos los colores. La base está cubierta de velas y botellas y algunas flores de plástico que la gente le deja, como a una virgen. De frente da risa, de costado da miedo, en conjunto provoca piedad. ¿Podría transmitir esos sentimientos a través de una fotografía? Saqué varias, elegí finalmente una de perfil, la mole recortada entre los árboles, con el agua marrón al fondo; algo en común con la foto del puente.
La segunda respuesta de M. Puyade llegó muy pronto, me devolvía la foto del boxeador y repetía los términos de la anterior. Saqué una serie de tomas del río: solo y quieto cuando amanece; con botes de pescadores y camalotes de flores azules al mediodía; fluyendo entre los restos de un rancho inundado al atardecer. M. Puyade las devolvió una a una. El tono de sus cartas, y no sólo sus palabras, iba cambiando; ya no era impersonal y amable, se lo notaba más comprometido y quizás levemente exasperado. La última era escueta, decía una vez más que no le correspondía recibir aquella foto; inexplicablemente terminaba escribiendo: “Amitiés” y firmaba de un modo familiar: “Luc”. Su letra redonda y clara me inspiraba confianza. Fui hasta la ruta, me ubiqué en la banquina de espaldas al sol tibio de septiembre; fotografié camiones y la “L” amarilla que ruidosamente pasaban a mi lado. Atrás se insinuaba algo inapresable en una foto: la llanura.
La siguiente respuesta de Luc llegó a los veinte días (aquí ya es primavera). La postal de Luc es del Pelourinho y lleva escrita una especie de plegaria para el Senhor de Bonfim; no tiene sentido que le siga enviando mis fotos a París. La dirección en Brasil es: “Ladeira do Carmo, 29 - Salvador - Bahía”; me cuesta recordar el portugués, copié la dirección antes de quemar la carta. Son éstas las últimas veces en que enciendo la salamandra contra los vientos fríos de la costa. Ya no más postales europeas.
Tomo la foto final: es del jacarandá que está en la puerta de mi casa, y que ahora tiene unos brotes verdes y redondos como botones. Se la mando a Luc a Bahía, pronto, antes de que siga bajando por el mapa, antes de que se acerque demasiado. Le escribo en castellano: “Luc: Nunca has visto un jacarandá”. Pienso: “O al menos, nunca ha escuchado ese nombre”. Mientras despacho la carta en la estafeta de Sauce ante la empleada que ya no se sorprende por los destinos extranjeros de mis cartas, me consuelo por última vez: “Al menos, le costará pronunciar jacarandá con jota española”. Reviso el remitente. Mi letra no es clara, parecen patas de araña y no letras, pero aún así - pienso satisfecho - Luc podrá leer una vez más mi dirección correcta en las afueras de Sauce, para que no le queden dudas sobre el destino final de su viaje. Quizás en estos días llegue su carta desde Montevideo o, aun, desde Buenos Aires. Quizás intente escribirla en un tímido castellano enrevesado. Por ruta o por aire, e incluso en algunos tramos por ferry, Santa Fe está a algunas pocas horas de Montevideo. Tan cerca del mundo como cualquier capital europea.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Catálogo de juguetes


Sandra Petrignani

Barrilete

Era un juego otoñal. Iban juntos, grandes y chicos, por las colinas. Uno de los grandes conducía las operaciones y sostenía el cordel, aflojando cuando resultaba demasiado tieso, tirando y enrollando si era lento. Todos corrían...

jueves, 17 de diciembre de 2009

Dice Darwin


“En San Nicolás -dice Darwin- he visto por vez primera el magnífico río Paraná. Al pie del cantil (barranca) donde se levanta la población citada había anclados algunos grandes navíos. Antes de llegar a Rosario cruzamos el Saladillo, corriente de agua cristalina pero demasiado salobre para ser potable. Rosario es una gran ciudad, edificada en una meseta horizontal levantada sobre el Paraná unos dieciocho metros. El río aquí es muy ancho y tiene numerosas islas, bajas y frondosas, como también la opuesta ribera. La vista del río parecería la de un gran lago, a no ser por las islitas en forma de delgadas cintas, únicos objetos que dan idea del agua corriente. Los farallones constituyen la parte más pintoresca; unas veces son del todo verticales y de color rojo, y otras se presentan en grandes masas hendidas, cubiertas de cactus y mimosas. Pero la verdadera grandeza de un río inmenso como éste deriva de constituir un importante medio de comunicación y comercio entre los países por donde pasa, de la vasta extensión de su comarca y del vasto territorio que avena la mole inmensa de agua que arrastra en su curso. Por espacio de muchas leguas al norte y sur de San Nicolás y Rosario el terreno es realmente llano. Todo cuanto los viajeros han escrito sobre su perfecta horizontalidad apenas puede tildarse de exagerado. Sin embargo, nunca hallé un sitio donde echando una mirada en torno mío dejara de ver los objetos a mayores distancias en unas direcciones que en otras, lo que prueba manifiestamente la desigualdad de la llanura”.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Auden

W. H. AUDEN


Detengan los relojes, desconecten el teléfono,
denle un hueso jugoso al perro para que no ladre,
callen los pianos y con ese tamborileo sordo
saquen el féretro, acérquense los dolientes.

Que los aviones sobrevuelen quejumbrosos
y escriban en el cielo el mensaje: ”Él ha muerto”.
Pongan crespones en el cuello de las palomas callejeras,
que los agentes de tránsito lleven guantes de algodón negro.

Él era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,
mi semana de trabajo y mi domingo de descanso,
mi mediodía, mi medianoche, mi charla y mi canción.
Creí que el amor perduraría para siempre. Estaba equivocado.

Ya no hacen falta estrellas. Apáguenlas todas.
Envuelvan la luna y desarmen el sol.
Desagüen el océano y talen los bosques
porque de ahora en adelante nada servirá.

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Stop all the clocks, cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crêpe bows round the white necks of the public
doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.

Carver / Rosario

Jockey Club
Raymond Carver


(...) Y pasó tal cual lo acabo de contar.
Me llevé el recuerdo a Nueva York
y más allá. Me lo llevé donde quiera que fui.
Todo el camino hasta aquí, hasta la terraza
del Jockey Club de Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho río
que devuelve la luz de las abiertas ventanas
del comedor. Me quedo fumando un cigarro,
escuchando el murmullo de los socios
y sus mujeres adentro, el leve sonido
metálico de los cubiertos contra los platos. Estoy vivo
y bien, ni feliz ni infeliz,
aquí en el Hemisferio Sur. (...)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Bajan

Shepard otra vez

Si todavía rondaras por aquí
te tomaría
te sacudiría por las rodillas
te soplaría aire caliente en ambas orejas

Tú, que podías escribir como una Pantera
todo lo que se te metiera en las venas
qué clase de verde sangre
te arrastró a tu destino

Si todavía rondaras por aquí
te desgarraría hasta meterme en tu miedo
te lo arrancaría
para que colgara como un pellejo
como jirones de miedo

Te daría la vuelta
te pondría de cara al viento
doblaría tu espalda sobre mi rodilla
masticaría tu nuca
hasta que abrieras tu boca a esta vida

(31/1/80 - Homestead Valley, Ca.)

sábado, 5 de diciembre de 2009

Leguizamón

Bianco


José Bianco
Beatriz Actis


José Bianco fue un intelectual notable no sólo por sus traducciones, su trabajo como secretario de la revista “Sur” y su influencia real aunque no debidamente reconocida sobre contemporáneos y sucesores, sino por la articulación entre sus ensayos, en los que teoriza sobre ficción y realidad, y su obra narrativa. Pero también fue un escritor secreto, con largas zonas de silencio y un lugar excéntrico en la literatura argentina en lo que hace a la consagración literaria. La literatura de nuestro siglo, y esto es característico en sus inicios, transita nuevas posibilidades de exploración de la conciencia. Henry James (de quien Bianco es considerado por muchos un epígono) propone una literatura en que las relaciones interpersonales se disponen sutilmente en una trama donde los diversos puntos de vista configuran una visión compleja, plural y a la vez ambigua de los conflictos, en ámbitos dominados por una tensión misteriosa, y donde el significado de los hechos se resuelve en sentidos diversos y muchas veces opuestos. La llamada novela de la ambigüedad se propone la estructuración provisional de un universo indeterminado y abierto, cuyos núcleos de significación dependen fundamentalmente de cierto tipo de lectura, de cierta particular reconfiguración de los elementos propuestos.
Si bien los relatos de Bianco suelen construirse a través de mecanismos de la ambigüedad análogos a los mencionados, este autor es mucho más que el discípulo argentino de James. Es el creador de una prosa original y sutil, de un estilo que Borges ha llamado clásico, y en su obra las dificultades implícitas en el abordamiento de lo real parecen llevarlo a reformular la dialéctica clásica: Apariencia - Verdad a través de la recurrencia significativa del enigma. Dice el autor: “La literatura se ocupa de un acontecer imaginario que está integrado por elementos de la realidad, único material de que dispone para sus creaciones. Por eso la imaginación, que descifra e interpreta el enigma de la realidad, deberá mostrarse muy atenta a ella. El novelista, el cuentista, es un destinado, un consagrado a la atención. Esta actitud paciente, receptiva, le permitirá moverse con soltura en el acontecer imaginario, entablando con la realidad un diálogo ameno y provechoso en el cual lleva la delantera. El escritor, en suma, olvida la realidad para darnos su esencia”. El intento por develar el enigma -así, sustantivado- funciona como mandato para el autor (la escritura ante el enigma de la realidad) y para el lector (la lectura ante el enigma de los significados del texto). En la obra de José Bianco el enigma se construye como funcionalidad textual: en La pequeña Gyaros (relatos, 1932), el enigma es límite entre la realidad y el deseo; en Sombras suele vestir (novela, 1941), la reacciones provocadas ante el enigma fundan el relato; en Las ratas (novela, 1943), la conciencia narrativa se orienta hacia la resolución del enigma; finalmente, en La pérdida del reino (novela, 1972), el enigma importa en sí mismo.
Si el sentido de la literatura no es unívoco, si toda literatura -se trate o no de la narrativa de la ambigüedad- posee un carácter plural porque propone un universo provisional y abierto, cuyos núcleos de significación se resuelven en la lectura de manera diversa, es evidente que la recurrencia significativa del enigma no agota los sentidos de la obra de Bianco. “... Pero quizás - confesaba el autor - yo prefiero los cuentos que admiten dos interpretaciones, una racional y otra sobrenatural. Son cuentos que parecen enriquecer el mundo; hacen que la realidad, como creía Chesterton, sea más extraña que la ficción...”.
Hay en Bianco una impotencia y un intento -vano- de mediaciones (Enrique Pezzoni señala que en Bianco se repite una imposibilidad del ser humano: la del contacto con la persona querida, y que los protagonistas se valen siempre de un intermediario). Hay zonas transparentes de algo así como un ‘fantástico cotidiano’ que lo acerca a Felisberto Hernández. Hay, en fin, el íntimo, infinito placer de dejarse deslizar por los climas, por la emoción, por el sutil horror de sus criaturas, y también por intentar develar cómo la literatura entrecruza modelos, lenguajes y sentidos para entregarnos el enigma de una ambigua seducción.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Dos patrias

Dos patrias
José Martí

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
que en la mano le tiembla! Está vacío
mi pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. Ya es hora
de empezar a morir. La noche es buena
para decir adiós. La luz estorba
y la palabra humana. El Universo
habla mejor que el hombre.
Cual bandera que invita a batallar, la llama roja
de la vela flamea. Las ventanas
abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa ...

domingo, 29 de noviembre de 2009

Tristes trópicos


Managua 6.30 p.m.
Ernesto Cardenal

En la tarde son dulces los neones
y las luces de mercurio, pálidas y bellas...
Y la estrella roja de una torre de radio
en el cielo crepuscular de Managua
es tan bonita como Venus
y un anuncio Esso es como la luna
(…)

sábado, 21 de noviembre de 2009

Escríbeme

Escríbeme al domicilio verde del verano”, de Izet Sarajlic


Escríbeme al domicilio verde del verano.
Que los besos que me envíes sean las últimas noticias
de la tarde.

Tengo la cabeza llena de algunos hermosos sonetos
y no hay quien me perdone ni deje de perdonarme.

Ayer escribieron otra vez sobre mi último libro.
Inventaron toda una fábula sobre las influencias.
La influencia más grande sobre mí la ejerció una graduada en
literatura alemana.
Pero lo callaron, pues ¿a quién puede importarle?

¿A quién le importa que tú seas para mí Honolulú, Madagascar y
Méjico,
una historia que, columpiándome, recorrí a lo largo y a través?
Tu nombre no ha entrado en ningún diccionario,
no figuras en ninguna enciclopedia, ni en ningún
"¿Quién es Quién?"

Pero para mí lo eres todo, como la cama, las lágrimas,
y la flor en el vaso para el soldado en el primer día de paz.
Tus ojos son mi única lectura
en este día que pasa y se va.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Siesta


Lina Beck-Bernard, en “El río Paraná. Cinco años en la Confederación Argentina (1857 – 1862)”, escribe sobre la siesta provinciana bajo el título “Santa Fe desde la azotea”.

A esas horas la ciudad parece muerta. Las puertas de la calle se cierran. No se ve a nadie –dicen- como no sean perros y algún francés. Los franceses tienen fama de desafiar el calor y el sol durante las horas de la siesta que los criollos dedican al sueño, considerándolo indispensable a la salud.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Satie

Bolaño: Más


Planetas invisibles que de pronto se hacen visibles (...)

Todos los poetas (...) inventan su pasado

Sus argumentos abundan en héroes predestinados, científicos locos, clanes o tribus escondidas que en determinado momento deben emerger y luchar contra otras tribus escondidas, sociedades secretas de hombres vestidos de negro que se reúnen en ranchos perdidos en la pradera, detectives privados que deben buscar a personas perdidas en otros planetas, niños robados y criados por razas inferiores para que en la edad adulta tomen el control de la tribu y guíen a ésta hacia el sacrificio, animales ocultos y de apetito insaciable, plantas mutantes, planetas invisibles que de pronto se hacen visibles, adolescentes ofrecidas en sacrificios humanos, ciudades de hielo habitadas por una sola persona, vaqueros que son visitados por ángeles, enormes movimientos migratorios que a su paso lo destrozan todo, laberintos subterráneos por donde pululan monjes guerreros, complots para matar al presidente de los Estados Unidos, naves espaciales que abandonan una tierra en llamas y colonizan Júpiter, sociedades de asesinos telépatas, niños que crecen solos en grandes patios oscuros y fríos.

(...) La única experiencia necesaria para escribir es la experiencia del fenómeno estético. Pero no me refiero a una cierta educación más o menos correcta, sino a un compromiso, o mejor dicho, a una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida, sabiendo de antemano, además, que va a salir derrotado. Esto último es importante: saber que vas a perder.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Moon river

Textos escritos en el TALLER

Lo irremediable

Josefina Díaz

Llueve, no tengo ganas de nada ni de nadie. Mi gato Timoteo mira por la ventana entreabierta de mi escritorio, pienso, seguramente con un deseo de libertad, de treparse a los techos y batirse a duelo con los otros gatos para tener la supremacía sobre alguna gata en celo. Vuelve, me mira con desgano, se acuesta arriba de un libro, lo acaricio mientras escribo. Esta mañana leí una frase que me da vueltas en la cabeza, dice: ”En corregir lo incorregible se te fue la vida, en buscar el error y tratar de borrarlo”.
Suena el teléfono, es Elena, me habla de su enfermedad, ¿por qué no le puedo decir que el cuerpo también se equivoca?, ¿que hay que corregirlo? Le comento mi estar en el mundo, le digo que el alma también se enferma, que no estoy de acuerdo con la rutina, con el tiempo circular dentro de los mismos y repetibles espacios.
Espero que pare de llover, camino por las calles de la ciudad, pienso en la enfermedad de Elena, hay tantas muertes en mi memoria que por error o por destino se vuelven a repetir. Mi madre ha muerto de cansada, me dijo una semana antes de partir, nunca sintió la felicidad, buscarla es el error, cuando te das cuenta de que no la encontraste vas camino a la zozobra, ¿será una construcción de la imaginación? Equivocarse es la fatalidad de nuestro tiempo y volver a empezar crea la incertidumbre de un presente que nos devora.
Camino hasta el río, siento su olor, el recuerdo de mi infancia allá en el barrio La Florida, desde niña jugué con las olas que traían a la orilla los barcos. León manso, color violáceo en esta hora que atardece, ¿quién me devolverá el paraíso perdido?
Vuelvo, prendo la radio, hay noticias llenas de sangre, reflexiono: la gente desayuna y cena con los robos y crímenes del día, entre el espanto y el deseo de castigo hacen de la violencia un goce, en lugar de buscar el error y tratar de corregirlo o borrarlo. Errar… y todo vuelve a empezar, por eso me equivoqué tantas veces, y la culpa otra vez de provocar errores. La vida es eternamente irremediable.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Otros ríos

Frente al Sena, rememorando el Río de la Plata
Silvina Ocampo

Y ese río lo he visto en otros ríos,
(…) como vemos un rostro que fue nuestro
en algún rostro nuevo descubierto.

martes, 10 de noviembre de 2009

Tin Tan vs. Cantinflas

Burton por Burton


De Tim Burton:

De chico era introvertido. Me gusta pensar que no me sentía diferente de los demás. Hacía lo que hace todo niño: iba al cine, jugaba, dibujaba. No es inusual. Lo que sí es inusual es querer seguir haciendo las mismas cosas cuando uno crece.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Tin Tin Deo

De: El idioma de los gatos


El salón de baile escondido de Versalles
Spencer Holst

Elegante y opulento y, sin embargo, ignorado, “el salón de baile escondido” de Versalles, cuyo piso íntegro está hecho con muchos frágiles paneles como una sola, pulida superficie de espejo, yace limpio en la oscuridad, sin ser penetrado en dos siglos por una chispa, ni siquiera un rayo de luna, ni fósforo, lámpara o luz alguna, excepto una vez. Entonces, un minúsculo puñado de huevos de insecto (introducidos por una grieta a través de una imperfección de una moldura, hasta el gran piso de espejo) crió luciérnagas.
Eso fue en 1893.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Sam Shepard


Desde la alta hierba
hasta el borde del patio asfaltado
te veo escrutarme

te veo cuando no sabes que miro
y cada mirada que robo
le añade un día a mi vida

últimamente eres más difícil de atrapar
o es que me estoy volviendo viejo
últimamente eres más difícil de atrapar

(6/11/81 - Homestead Valley, Ca.)

La vuelta al día


Fragmento de: JULIOS EN ACCION, de Cortázar, en "La vuelta al día en ochenta mundos"

Quiero decir que un claro sentimiento del absurdo nos sitúa mejor y más lúcidamente que la seguridad de raíz kantiana según la cual los fenómenos son mediatizaciones de una realidad inalcanzable pero que de todas maneras les sirve de garantía por un año contra toda rotura. Los cronopios tienen desde pequeños una noción sumamente constructiva del absurdo.

Verne

Versión de “LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DIAS”, de JULIO VERNE
(Buenos Aires, Estación Mandioca Ediciones)
Por Beatriz Actis

Capítulo 1: Un típico señor inglés

¿Cómo se imagina alguien a un señor inglés? En líneas generales, de la siguiente manera: serio, puntual, meticuloso, formal, socio de un club de caballeros.
Pues… ¡Phileas Fogg respondía exactamente a esa descripción!
Vivía, además, en una típica casa de un típico barrio de Londres: el número siete de la calle Saville Row en Burlington Gardens.
Nada se sabía sobre Phileas Fogg más allá de los datos que hemos señalado, ya que no se conocían de él ni profesión (aunque nadie dudaba de que era un hombre rico) ni pasado ni familia.
Corría el año 1872.
Todos los días, Phileas Fogg se levantaba a la misma hora, almorzaba y cenaba en el Reform Club, en la misma mesa y en el mismo comedor sin invitar jamás a un extraño, y regresaba a su casa para acostarse exactamente a la medianoche.
Y así, cada día de su rutinaria vida londinense.
Había tenido a su servicio a un criado llamado Foster, pero acababa de despedirlo porque le había llevado el agua para afeitarse a una temperatura de 54 grados Farenheidt en lugar de los 55 a los que él estaba acostumbrado.
Así de quisquilloso era este señor inglés.
Contrató entonces a otro empleado para reemplazar a Foster.
En la mañana del 2 de octubre, Phileas Fogg estaba en su casa, esperando, cuando llamaron a la puerta y apareció Jean Passepartout. El joven francés, de cara enrojecida y pelo revuelto, sería desde ese momento su nuevo criado.
Passepartout había tenido muchos oficios y empleos: cantante callejero, acróbata y trapecista en un circo, profesor de gimnasia e incluso bombero en plena ciudad de París.
Su nombre (que en francés quiere decir ganzúa) aludía a una de sus virtudes: el nuevo criado poseía una natural habilidad para desempeñarse en cualquier situación imprevista, por más insólita que ésta fuera. Era alguien que “servía para todo”, igual que una llave maestra.
Eso sí, antes de darle el trabajo al joven francés, Phileas Fogg controló que los relojes de ambos estuvieran sincronizados. Passepartout había llegado a la cita cuatro minutos después de lo convenido y tuvo que ajustar la hora de su reloj.
Passepartout pensó: “He conocido en el famoso Museo de Estatuas de Cera de Madame Tussaud estatuas tan llenas de vida como mi nuevo amo”.
Y agregó para sí mismo que Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario de toda Inglaterra.


Capítulo 2: El mundo en una apuesta


Esa misma tarde, a las 6 menos veinte (ni un minuto más, ni un minuto menos), Phileas Fogg se hallaba en el club jugando a las cartas junto a sus habituales compañeros.
Ellos eran: Thomas Flannagan, fabricante de cerveza; Andrew Stuart, ingeniero; Jhon Sullivan, banquero; Samuel Fallentin, también banquero, y Gauthier Ralph, administrador del Banco de Inglaterra.
Estaban comentando y discutiendo sobre un acontecimiento reciente: alguien había robado muchísimo dinero (¡cincuenta y cinco mil libras esterlinas!) del Banco de Inglaterra.
_ No tenía aspecto de ladrón, según afirman los testigos – dijo Ralph - sino de caballero.
Durante el juego, los jugadores no hablaban pero cuando se hacía un alto entre partida y partida, la charla interrumpida cobraba mayor interés.
_ El ladrón tiene todas las posibilidades de escapar y de no ser encontrado jamás – dijo Stuart.
- No es así, ya que no podrá refugiarse en ningún otro país –corrigió Ralph, que poseía mayor información sobre el robo ya que trabajaba en el Banco-. Los más hábiles inspectores de la Policía fueron enviados a los principales puertos de Europa y de América para evitar que ese sujeto escape.
_ Insisto en que, a pesar de que la Policía lo esté persiguiendo, el ladrón puede refugiarse en cualquier país. La Tierra es un lugar muy grande.
En ese momento, Phileas Fogg intervino en la conversación:
_ Antes sí lo era…
_ ¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra se ha reducido? – preguntó Stuart.
_ ¡Claro que sí! – respondió Ralph-. La Tierra se ha empequeñecido en el sentido de que hoy se la puede recorrer en un tiempo diez veces más breve que hace cien años. Y esto hará que la investigación sea más rápida.
_ Y también, que el ladrón se escape con mayor facilidad –dijo Phileas Fogg.
_Han encontrado, caballeros, una manera muy simpática de decir que actualmente se puede dar la vuelta al mundo en sólo tres meses –señaló Stuart.
_ En ochenta días, nada más –aseguró Phileas Fogg.
_ Efectivamente, señores – adhirió Sullivan-, he leído un cálculo reciente en el periódico; lo tengo aquí conmigo.
Y a continuación leyó en voz alta los siguientes datos:

• De Londres a Suez (en ferrocarril y barco): 7 días
• De Suez a Bombay (por barco): 13 días
• De Bombay a Calcula (en ferrocarril): 3 días
• De Calcuta a Hong Kong (por barco): 13 días
• De Hong Kong a Yokohama (por barco): 6 días
• De Yokohama a San Francisco (por barco): 22 días
• De San Francisco a Nueva York (en ferrocarril): 7 días
• De Nueva York a Londres (por barco y en ferrocarril): 9 días

Después de leer la información, Sullivan concluyó:
_ Total: ochenta días.
_ Sí, pero eso es sólo en teoría, ya que no se tienen en cuenta los contratiempos que seguramente tendrá un viaje tan largo – objetó Stuart.
_ La vuelta al mundo en ochenta días, en la práctica, con todos los contratiempos incluidos – afirmó Phileas Fogg con su habitual tono impasible.
_ Apuesto cuatro mil libras esterlinas a que eso es imposible –dijo Stuart.
_ Acepto –dijo Fogg-. Y apuesto veinte mil libras esterlinas a que sí es posible.
_ Aceptamos – respondieron los otros caballeros que jugaban a las cartas con Phileas Fogg.
_ Esta misma noche partiré de Londres – dijo el hombre que acababa de apostar que en ochenta días daría la vuelta al mundo-. Y regresaré a este mismo lugar el 21 de diciembre a las 8 y 45 de la tarde.
Los caballeros redactaron y firmaron un acta para certificar la apuesta. Después, continuaron jugando a las cartas, y Phileas Fogg con ellos, como si nada extraordinario hubiese sucedido en el Reform Club aquella tarde.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Sin cuerpo no habrá crimen


Sin cuerpo no habrá crimen
Beatriz Actis(Córdoba, Editorial Alción)

Primera parte, Cuerpo, a la que siguen: Crimen, Cárcel, Coartada.


1. CUERPO


I - poema sobre dátiles

no es tanto esta noche de verano
como la sensación de que el té de naranja está tan frío
y aunque me digas riendo que los dátiles parecen
algunos raros animales del desierto
quizás insectos
(no soporto esa idea, lo confieso)
voy a seguir desmenuzándolos uno a uno en el cuenco
de mi boca
que desea
- sosegada al menos
hasta ahora
por el sabor rugoso
de los dátiles -
que desea
el espacio secreto de tu boca




II - Más allá de la oración está la tarde

El plástico negro
Que cuelga de la alta ventana
Del segundo piso
De la Facultad de Humanidades y Artes
De la ciudad de Rosario
En la tarde del dos de junio del año dos mil
Exactamente a la hora:
Seis

Oscila por efecto del viento del otoño
Que es casi ya un viento invernal
El viento frío y caótico del pronto invierno

Escucho y escribo.
Es fácil concluir:
La semántica como mi vida
Está gobernada por las reglas.

Recuerdo: Austin ha muerto demasiado joven.

Pienso genérica y desapasionadamente
En el destino de la gramática moderna
Y en especial en aquella palabra,
Demasiado.

Y como todo discurso es ficticio, me dicen,
Cierro la libreta y retiro la birome, entre bostezos.

Atravieso la claridad de la ventana
E incluso el plástico negro que le sirve de cortina

Los atravieso con el recuerdo, con el hastío, con el deseo
Hacia la inutilidad evidente de la tarde

Pero allá afuera, me conformo,
tampoco habrá más de un sol.
Qué duda cabe.

Y dejo de escribir
No más.

III


Conversábamos sobre el dinero,
es decir, sobre la necesidad que cada uno tenía del dinero,
sobre qué haríamos si obtuviéramos mucho,
demasiado dinero de una buena vez,
y cómo cambiarían entonces nuestras vidas,
mientras tomábamos un vino rojo y amargo
con empanadas de pescado de río
que habíamos comprado esa misma mañana
en el pueblo de Sauce.

En Sauce los días se dilatan,
los días son demasiado largos,
como volcados sobre sí mismos.

He perdido la capacidad de hacer un esfuerzo,
dije entre bostezos.

Ya estábamos un poco borrachos,
y era una excusa para citar a Kavafis:
Y he bebido un vino fuerte
como beben aquellos
que se entregan
valerosamente
al placer.

Ya estábamos un poco borrachos
(es cuando más extraño tu boca)

Me acuerdo del vino rojo que tomábamos en España, dije.
Rioja. El vino rojo y alegre.

Sí, dijo alguien, se viaja para recordar.

Y entonces pensé en todo lo que se puede ver
a través de una ventana,
en el curioso mundo.

Y me levanté
para mirar hacia el lado del río,
y esa huida era una forma de no mirar.

Pude verlos
Sin embargo
Vagamente.

Eran tus ojos,
cerrándose
entre paredes iluminadas.




IV

A esa hora
es un color solitario
el río.
Veo correr el agua,
El sol se oculta,
las nubes bajas se disipan,
se mezclan
con la estela de una lancha
que acaba de alterar,
ruidosa, la calma de la tarde,
una por una
aparecen las estrellas.

Entonces es cuando espero
el viento más fresco
del este o del oeste
y disfruto de esa luna
lívida
que empieza a brillar sobre el agua.

Me acerco a la orilla y mojo los pies,
y debajo de mis pies la luna
ha crecido
e ilumina el ancho
del río,
las aguas desbordantes.

Muy cerca de mí salta un pez
y se zambulle,
y el agua fresca,
nocturna,
me salpica.




V

En mis pesadillas
había estado esperándome,
seguramente
agazapado
como un animal en la selva,
escondido y acechante
este día sin sol

expectante y tenso
como un ladrón,
resguardado por la sombra.

Y este día
Dibuja una línea
Divisoria
sobre mí

- dos -


El río se vuelve de un color
Que hiere.

En estos días crueles
el mundo aparece
diferente

A veces
No sé ni adónde comienzo
ni adónde termino




VI

Atardecer
(diáfano)
después de la lluvia.
Bebimos.
Es vino generoso del Rin,
dijo y sirvió las copas.
En la etiqueta
se leía en unas letras góticas:
“Liebfraumilch Rheinhessen”.
Y se llevó la copa
A la boca.
A su boca.



VII

Hay manos que parecen ajenas.
Escribo cartas que no voy a mandar.

Necesito un testimonio
una impaciencia
un abrazo desesperado

La inocencia de leer en todo
Una premonición,
un indicio.

Todavía queda tiempo,
algo de tiempo,
sin embargo

y un porvenir austero




VIII

Volver a caminar,
dijo, no sé
-como si alguien
se lo hubiera preguntado-
pero sé
que no quiero ser como antes

y todos sentimos
la contradicción y el dolor
de esa terrible esperanza,
del necesario dolor.

Sólo quiero que me amen,
Dije que dijo un director de cine.

Y es cierto,
asintió alguien,
sorprendido.
No vamos a naufragar con vos,
Pensé con la crueldad de los desesperados

Y después necesité probar
Que soy inocente,
Inocente sobre todo
De los sentimientos canallas.

Lo miro
Entonces
Cuando no sabe que lo miro,
Lo espío
y recuerdo cómo era
Cómo era
Antes.

Y pienso una vez más
en ese cuerpo que he perdido.



IX

Todo el tiempo, dijo, el amor cambia -
cada noche trae su cuota de desgano -

Tu cuerpo, dije, como si lo hubiera tocado siempre -

Te esperé demasiado, dijo,
giró la cabeza y sólo pude ver un perfil azul -
La noche se cerró sobre sí misma -

Nada o todo sucederá más allá de esta noche, dijo -
la sombra voló -

La desesperación se me derrama, dije, como el vino se derrama -
En todo hay cierta inevitable muerte -

No puedo dormir, dijo - la noche se hace madrugada -

La luz se vuelve cruel, dije,
y respiré aquello tenue y breve de su aliento -

Me aterra el dolor, dijo -
Caminar solo y que todos los lugares parezcan los mismos -
Los bordes del amor, dijo, un gran hotel sin huéspedes -
un museo imaginario -

Como un marino sin barco -
Como esas naves que nunca regresan, dijo -

Tu sangre no me pertenece, dije,
como el que muere guardando un secreto.



X

Escribió para mí: No puedo más sin tenerte a mi lado.

Imagino el río sobre el que se recuesta su casa.
Sin él,
me ahogo en escrituras de insomnio
como en un mar oculto
o en un pozo de agua.

Su cuerpo es el final de la noche.
Su voz desordena mi mundo.



XI


Se enciende la primera claridad
de este crepúsculo
a cambio de nada.

El peso del aire,
la soledad del aire muerto
avisa sobre otro viento:
el de la próxima
irreversible
madrugada.

Me voy,
y sin embargo no te abandono.

domingo, 25 de octubre de 2009

La Habana

Textos escritos en el TALLER

Azul
Gustavo Fracchia

El crucero a bordo del que me encontraba estaba próximo a partir. La nave inmensa, colmada de despreocupados turistas, estaba amarrada en un muelle de lo que parecía ser una Buenos Aires de blancos y negros.
Yo miraba entusiasmado los preparativos desde lo alto, en la cubierta principal sobre la proa misma, apoyando mis codos sobre la madera lustrada de la baranda del barco. Trataba de ver todos los detalles sin perder uno. Observé cómo se levantaban las pasarelas mientras los últimos pasajeros se apresuraban a correr por ellas, cómo los tripulantes ejercían movimientos agitados y cruzaban instrucciones en jerga marina, anunciando la inmediata partida.
Después, el sonido grueso de la bocina a vapor y el barco que comenzó a alejarse del muelle, centímetro a centímetro, mientras chirriaba su pesada estructura. Las amarras de soga caían pesadas al agua, liberando pequeñas gotas al aire que brillaban con el sol formando diminutos arcos iris.
Aunque embelesado por la ceremonia, poco a poco fui advirtiendo que nos balanceábamos de una forma que no era la habitual. No se trataba del clásico bamboleo de babor a estribor que produce los típicos mareos a quienes no acostumbran a navegar seguido, sino de uno distinto, transversal, que hacía oscilar al buque como si se enfrentara a una sucesión de olas que lo tomaban por la proa y lo dejaban por la popa, olas que no se deslizaban hacia la costa sino que la recorrían en forma perpendicular.
El sube y baja se fue haciendo cada vez más notorio. Pronto me encontré mirando en forma alternada el agua y el cielo. Esa repetición (agua - cielo, cielo - agua) se fue acelerando con cada ciclo y duplicando su velocidad cada vez, agua abajo, cielo arriba.
Desde mi posición de proa todo se hacía más ostensible, no tuve otra alternativa y me aferré cada vez más fuerte a la baranda para no caer de cabeza al agua, al bajar, o de espaldas sobre la cubierta, al subir. En pocos segundos tomé clara conciencia de que la situación era desesperante. Nos íbamos a hundir en alguna de esas vueltas. Cielo arriba, agua abajo. O bien por la proa a bajar o bien por la popa al subir, el agua lograría filtrase como una serpiente líquida y éste sería el principio de un rápido final. Tuve la noción de que iba a morir allí. Mucha agua y tal vez cielo. Como cada vez que he sentido cerca a la muerte, me alcanzó una inmensa paz que colmó mi cuerpo, mi espíritu. Me entregué a la fatalidad o a la suerte. No pude distinguir, sin embargo, a cuál de ellas atribuirle la responsabilidad de aquel estado, pero no importó: ambas habían decidido por mí.
Entre el sopor que me producía aquel invertido mecer de cuna, abajo agua, arriba cielo, podía oír los gritos de la gente a lo lejos, agua cielo, abajo arriba, mezclados con los ruidos de un caos que llegaban como un rumor que presagiaba el naufragio. Arriba abajo, cielo agua. No había remedio o al menos pensé que no lo había. Cielo agua, abajo arriba. Cada vez el movimiento era más violento y veloz. Ya casi podía tocar el agua con mis manos al bajar y el cielo con mi frente, al subir. Trataba de guardar suficiente aire en los pulmones para soportar la primera zambullida. Fue en el momento más álgido de aquel alocado vaivén, cuando ya todo estaba jugado, que sentí detrás la fuente irradiante de un calor que se apiadó de mí. Fui empequeñeciendo hasta convertirme en un niño asustado que busca a algún mayor que lo acoja. Mientras seguía aferrado a la baranda de la cubierta, agua agua, cielo cielo, por encima de mis hombros crecieron dos fuertes y largos brazos que se extendieron, me rodearon y se cruzaron por delante de mi pecho con sus manos abiertas, brindándome la protección que necesitaba. Las mangas de lana tejida rozaron mi cara. Me abrazaron muy fuerte. Fueron cobijo. El abrazo era inmenso. Aquel olor a tabaco y aserrín invadió mis sentidos devolviéndome una memoria que creía perdida. Una barba dura de pocos días se posó sobre mi cabeza y la rascó en círculos con una ternura tosca. Acurrucado en su seno como un pichón mojado, al amparo de su calor, en la deseada seguridad de sus brazos fornidos, desapareció el vaivén, se acallaron los gritos, el caos devino en orden. Todo fue cielo o quizás agua. Solté mis manos entumecidas de la baranda. Abrí los ojos y era azul. La luz era azul. El cielo que bajó hasta el agua era azul y ambos fueron azules y se confundieron. Una voz ronca sonó fuerte y clara por encima de mi cabeza desde la barba dura que enredaba mi pelo, pronunciando con la calma de los seguros una sola y definitiva frase: “Nunca te va a pasar nada malo estando conmigo”.
Los brazos y manos fuertes de mi ángel azul permanecieron abrazándome por un largo rato. Ya no tuve miedo. Me vi creciendo y retomando la talla original del hombre adulto que había ascendido al crucero esa mañana. A medida que crecía, podía sentir cómo él se iba disolviendo. No traté de retenerlo. No sé de qué modo lo supe, pero sentí que debía dejarlo partir. Se disipaba el calor en mi espalda como si su fuente se alejara. Se fue como vino, poco a poco, pedazo a pedazo. Todo regresó a la normalidad. El agua volvió a ser agua y el cielo, cielo. El buque seguía anclado en el muelle. Los últimos pasajeros corrían para no perderse el viaje. Los marineros iban de un lado a otro tratando de cumplir las sucesivas órdenes del capitán (los pasajeros a bordo, retirar las pasarelas, levar las anclas, timón a estribor, zarpamos)
Desperté llorando. Lamento que hayan tenido que pasar cincuenta años para comprenderte en un sueño. Como eras hombre de pocas palabras, nunca me atreví a preguntarte el porqué de tus ausencias. El egoísmo del hijo único no me permitió advertir que mi necesidad era la alarma que convocaba tu presencia.

Fabio Morábito

"Encuentro en el tedio un resorte fecundo para inventar historias. En el tedio y en la soledad".

Miles

martes, 20 de octubre de 2009

Cortázar

Quizá la más querida

Me diste la intemperie,
la leve sombra de tu mano
pasando por mi cara.
Me diste el frío, la distancia,
el amargo café de medianoche
entre mesas vacías.

Textos escritos en el TALLER


Texto en taller: Silvia Iammarino, a partir de la frase de Kafka: Ante los niños, prefiero cerrar los ojos.


Ante los niños

Silvia Iammarino

En una casa antigua que es la mía apareció una mujer muerta yo la maté la dejé tirada boca abajo en la habitación del primer piso que se usaba para guardar trastos viejos en el piso escrito con sangre podía leer Otelo di vuelta el cuerpo y la reconocí era la criada la revisé no tenía golpes ni heridas de bala cuando llegó la policía había desaparecido no me creyeron por lo tanto yo no era asesina pero recuerdo cómo la corté en pedacitos pasé esos pedacitos por la picadora de carne y le di de comer a los chanchos y a las hormigas.
¡Qué me importan a mí los dioses! ¡Que se vayan al diablo! ¡Ese Dios ha creado al hombre para ser su mono!
Buenas tardes me dice la sombra se sienta en la cama y se recuesta a mi lado la sombra es una nube negra que se introduce en mi cuerpo y me hace temblar los temblores son tan fuertes que tengo una convulsión yo soy la nube negra.
¿Es un estremecimiento? ¿Es una sonrisa? ¿Mamá, dónde estás? Papá dice que no volverás.
También descuarticé al hombre que vino a arreglar el jardín me acechaba pisó las margaritas de papá nunca se lo voy a perdonar se llama Otelo.
¡Tan viejo y tan deforme!
Tengo que comprar tela para las cortinas de las ventanas me gusta la rayada verde seco y anaranjado no tomé las medidas no la puedo comprar la tía Angelita me va ayudar ¿cuántos metros compro?
¡Usted existe para satisfacer la vanidad de Dios!
Dejé la heladera abierta las hornallas encendidas el baño se inundó el piso tiene un agujero negro por donde salen las ratas ¡estoy furiosa! ¡nadie cuida esta casa! Otelo está en silla de ruedas yo lo vi estaba comiendo pizza con los amigos y no me saludó yo quería comer budín de pan.
Si no me quieren hablar, allá ellos.
Anoche dormí en el gallinero y me despertó un tren que chocó contra el tejido.
¡Miren, miren, voy a poner un huevo!
En mi casa se rompieron las escaleras están cortadas por la mitad los hombres que viven en el piso de arriba no pueden bajar y yo no puedo subir la vieja loca que cuida la escalera tiene tres hijos envueltos en papel celofán tienen forma de caramelos uno es verde otro azul y el otro me lo comí me prometió que va a arreglar la escalera tengo que subir a la habitación de los trastos viejos me dejó acunar a los hijos esa vieja loca no lloran los imbéciles.
Ante los niños, prefiero cerrar los ojos, callar y olvidar.
La tía Angelita me explicó lo que es el coito ¡estúpida! Otelo la embarazó a ella y a mamá también pero yo no soy hija de Otelo el viejo deforme es papá.
¡Ojo por ojo, diente por diente! dijo papá y mató a Otelo lo enterramos en el jardín debajo de las margaritas con mi muñeca que tenía el vestidito manchado de sangre a mamá se la comieron los chanchos y las hormigas.
¡No, no me quiero dormir otra vez! ¡No me ponga esa inyección! ¡Por favor! ¡Le prometo que voy a ser buena! ¡Abro los ojos y no puedo recordar!

lunes, 19 de octubre de 2009

Arnaldo Calveyra

A un aljibe visto en el campo

Las lluvias lo trajeron de no se sabe dónde,
y el pastizal lo mece ahora
entre los fierros
de la herradura para siempre suave.
Si se lo mira a lo hondo
es un patio lo que irradia,
pero es el agua
lo que le allega tiempo.
Se lo robó una lluvia
una mañana de tormenta,
pero no está cautivo,
puede mirarlo todo,
las víboras lo cuidan.

lunes, 12 de octubre de 2009

Imágenes
















Imágenes de algunos de mis libros para chicos, creadas (en orden) por:
María Delia Lozupone ("Para alegrar al cartero")
Mariano Díaz Prieto ("Pastel del aire")
Viviana Bilotti ("Río y llanura")
Mirella Musri ("El carro de Babel")

Crítica de Cruces... (3)


Sobre "Cruces cierran los campos", de Beatriz Actis


Por Marta Ortiz (Diario "La Capital", Rosario)


“Cruces cierran los campos”, de Beatriz Actis (Santa Fe, 1961), obtuvo en Valladolid, España, el premio Rejadorada de novela breve 2005. Escrita con una prosa clara, rica en imágenes, buen manejo del suspenso y la ambigüedad, la novela se compone de seis capítulos o partes que relatan la decadencia de una familia santafesina de clase media asediada por la tragedia, la infidelidad, el abandono, el fracaso. El contexto refleja los vaivenes culturales y sociopolíticos durante los últimos 35 años de historia nacional. Cada capítulo, expuesto en orden regresivo y siguiendo una línea temporal discontinua que facilita la incursión tanto en el pasado próximo o lejano como en el presente, descubre la mirada particular, el protagonismo de cada uno de los componentes de la familia. La narración en primera persona agrega intimidad y verosimilitud al conjunto de vivencias comunes.

Imágenes de sostenida belleza describen una Santa Fe provinciana, detenida en la modorra de las siestas de hastío, sujeta tanto a la fatalidad recurrente de las inundaciones y los mosquitos, como al perenne abandono de los políticos. El paisaje es una presencia ubicua y fuerte en estas páginas; se trata de espacios melancólicos cuyas gradaciones de color, sonoridad y efluvios se ligan a los sentimientos de los personajes siempre acosados por la sensación de encierro.Huir de la inmovilidad de estas ciudades perdidas en el país más austral de Sudamérica, así como se huiría del olvido, opera como imperativo dominante: “a veces recorría como en un vía crucis pagano las iglesias y los museos para escaparle al tedio, a la cobardía de estar atrapado en esta ciudad como en una isla; sólo para no morir”, dirá Horacio, uno de los personajes.Hablar de éxodos remite inevitablemente a la figura del también santafesino Francisco (Paco) Urondo, poeta a quien se nombra y recuerda como a un pariente lejano y como a un amigo de infancia y juventud: “Como otras veces me acordé de Paco, de su huida, de su intensa vida y de su muerte”.Las ciudades cobran aquí tanto peso como los personajes que en ellas viven: geografías puntuales de Santa Fe y Sauce Viejo, pueblo Liebig en Entre Ríos, algunas ciudades de Europa, como París, cuyo recorrido, en la voz de Elvirita, la hija mayor, reproduce los itinerarios que trazaban las investigaciones del comisario Maigret, según los registros de lecturas de su adolescencia en los policiales de Simenon.El cine y la literatura aportan a la trama matices cargados de significación. Actores, actrices, películas vistas en el cine o en la televisión por cable, en la Argentina o en otros países censuras mediante, dan cuenta de miradas estéticas más o menos comprometidas con su tiempo; asimismo ciertas novelas, poemas y escritores entretejen sus tramas a la trama central; encuentros para nada fortuitos ya que existe el antecedente de una librería en la historia de la familia y una vocación clara extendida al grupo de amigos de los personajes centrales. Autodefinidos como la bohemia santafesina durante los años setenta, aspiraban a “romper con el pasado, llegar a ser escritores o viajeros, cambiar el mundo”. Ser escritores o hacer cine: objetivos compartidos.Los “secretos”, como pesadas mochilas no exentas de sinuosidades y difíciles de ventilar que cargan aquí padres e hijos, aludidos y al mismo tiempo retaceados como recurso que sostendrá el suspenso, articulan la unidad de “Cruces cierran los campos”. Cada capítulo libera un nuevo secreto hasta ese momento oculto, permitiendo así al lector reconstruir las piezas dispersas que desnudan las causas y efectos de las tormentosas relaciones familiares: “Lo que es verdadero siempre es secreto”, sentencia Esteban, el hijo menor, cuya voz abre y cierra este relato coral.Más que asumirse como un sobreviviente con ánimo de superar las tristes experiencias familiares, Esteban expresa con ácida resignación la fatalidad de quien se considera varado en este mundo como antes lo estuvieron los suyos en Santa Fe, la ciudad que entendieron como isla - cárcel a la que sólo se accede cruzando algún puente.

“Cruces cierran los campos”, leemos en el poema del griego Takis Varvitsiotis que Beatriz Actis toma prestado para el título y acápite de su novela. La imagen, como se explicita en el texto, alude a los cementerios que cierran la ruta entre las ciudades de Santa Fe y Buenos Aires. Es fácil para el lector despertar la analogía subyacente: los muertos de esta familia y sus oscuros secretos como cruces, como mojones clavados en la historia de quienes han logrado sobrevivir, clausuran los caminos que Esteban, por ejemplo, no volverá a recorrer; hunden sus cicatrices en la memoria, espacio selecto que los carga como a lo que son: cementerios, amargos cementerios privados.



Crítica de Cruces... (2)

Sobre “Cruces cierran los campos”, de Beatriz Actis

Editorial Multiversa, Valladolid (España)


En “Cruces cierran los campos”, los miembros de una familia argentina, rota por el desarraigo y la derrota, revisan por separado las pruebas que la vida puso ante sus ojos. Es, en este sentido, reveladora la cita inicial del poeta griego Varvitsiotis, uno de cuyos versos sirve de título a la novela: “Los sueños cuelgan de un hilo / De sus propios vapores el desnudo paisaje / Se quiebran las líneas más sensibles / Enemigos vigilan los cuerpos / Cruces cierran los campos”.
La trampa nostálgica del presente permite que los personajes, tanto los que están como los que no, desvelen los momentos claves del pasado, como si con eso lograran descubrir el instante preciso en que todo comenzó a ser diferente para ellos. Uno de los protagonistas parte de su ciudad, Santa Fe, hacia Londres, tras el suicidio de su hermana –esto es en el inicio de la novela-, y confiesa: “Hay penas que es preferible ignorar, parece creer mi padre. El viaje había resultado el modo en que se propuso impedir aquella pena reciente; de veras lo intentó. Lo poco que logró, sin embargo, fue que no pudiese ser testigo inmediato de la muerte de mi hermana. Como si cerrar los ojos y no ver su cuerpo inmóvil para siempre fuese a cambiar los hechos, a borrar la historia...”.
Beatriz Actis despliega aquella historia “que no puede ser borrada” con un relato sobrecogedor que dibuja a la perfección el alma de una Argentina herida, a través de una saga familiar que revela los contradictorios matices del duelo de identidad entre América y Europa. Tal como afirmara el periodista Agustín Remensal, corresponsal de la Televisión Española (TVE) en Oriente Medio, en el acto de entrega del Premio Rejadorada, entre los antecedentes familiares de la autora, nacida en la ciudad argentina de Sunchales -población enclavada en “una tierra de frontera” que, como tal, es “proclive a generar historias de leyendas”- se cuenta el hecho de que esa “materia prima” se viera reflejada durante años en las páginas de la prensa local, en la que escribieron varios miembros del linaje de la escritora premiada. Además de esta pertenencia a una familia de periodistas, camino que continúa en el ejercicio del periodismo cultural, Actis ha publicado una variada obra literaria que incluye ensayo, poesía y cuento. La delicada prosa de la autora, heredera de una tradición tal vez inaugurada y con seguridad coronada por Katherine Mansfield, construye una obra que permite al lector sumirse en el recorte envolvente que las voces de los personajes hacen de su propia historia, fragmentos que a la vez invitan a construir la historia común de la familia a lo largo de dos décadas.
Esta novela, de lenguaje exquisito e intriga potente, obtuvo el Premio Rejadorada de Novela 2005 organizado por la editorial española Multiversa, con un jurado presidido por el Premio Cervantes José Jiménez Lozano, y fue presentada en la 39na. Feria del Libro de Valladolid.

Cruces cierran los campos

Foto de Miguel Grattier



"Cruces cierran los campos" (novela), fragmento



Beatriz Actis







SEIS:
Underground

Hay penas que es preferible ignorar, parece creer mi padre. El viaje había resultado el modo en que se propuso impedir aquella pena reciente; de veras lo intentó. Lo poco que logró, sin embargo, fue que no pudiese ser testigo inmediato de la muerte de mi hermana. Como si cerrar los ojos y no ver su cuerpo inmóvil para siempre fuese a cambiar los hechos, a borrar la historia. Mi familia posee cierta recurrente inclinación hacia el pensamiento mágico.
El modo en que él, mi padre, me había protegido de la pena consistió en aquella ingenuidad: impedir que viese el cuerpo desnudo de mi hermana temblando en el fondo del pozo en el centro mismo del patio de la casa, alejarme de los trámites policiales y judiciales, y sobre todo, de la vergüenza familiar ante las murmuraciones de la gente, preparando mi viaje a Londres casi el mismo día de la muerte de Elvira. La gente de esta mezquina ciudad, ante el suicidio, preguntaba en voz alta: “Por qué”, e inmediatamente confesaba, en voz más baja y entre suspiros calculados: “La pobre tenía que terminar así” o bien: “Siempre lo imaginé”, que era una manera encubierta de decir: “Para qué iba a seguir viviendo de esa manera”.
En Londres vivía en ese entonces mi hermano Julián. Uno de mis tíos (Eugenio, el hermano de mi padre), que desde hacía años ocupaba un puesto importante en el Banco de la Nación en Buenos Aires, había sido asignado en la delegación del Banco en la capital de Inglaterra mucho después de terminada la guerra, cuando se reanudaron las relaciones diplomáticas. “Siempre tuve vocación imperial”, dijo Julián, al enterarse. Y yo sé que pensaba, sin verdadero agradecimiento hacia Eugenio, que el tío se comportaría -fiel a su conducta de años- con la soberbia de un embajador y no con la naturalidad aburrida de un empleado de banco. Eugenio era “el que había triunfado en la familia”: tía Gloria y mi padre, los otros hermanos, estaban definitivamente varados en la quietud, detenidos en Santa Fe hasta la muerte, sin ninguna convicción frente a sus destinos.
Julián -cuyo vínculo con Inglaterra consistía en haber visto varias veces las películas de Richard Lester en las que actuaban Los Beatles, lo cual era una especie de excentricidad entre los hábitos de nuestra generación, y admirar las antiguas motos inglesas- convenció a la familia y se fue a vivir a Londres con el tío Eugenio, quien lo aceptó a su lado por una especie de vieja lealtad hacia mi madre, como le confesó casi borracho una noche (Julián me lo había contado, breve y sarcástico, en una de sus primeras llamadas telefónicas desde Londres, y había confirmado lo que ya suponía: el ofrecimiento de Eugenio sellaba la competencia con nuestro padre, remarcaba su fracaso, ese ir y venir de negocios que se abortaban desde el primer intento, esos proyectos inconclusos que signaban su vida y opacaban el recuerdo de aquella breve y lejana prosperidad, lograda durante nuestra infancia, cuando vivíamos en Sauce Viejo y Eugenio y nuestro padre eran dueños de una librería en Santa Fe, en la época de bonanza anterior al accidente de Elvira). Julián sentía “curiosidad por el primer mundo, por planificar una vida sin sobresaltos, una vida en que la economía y los gobiernos fuesen estables”, dijo mi padre. Supe, claro, que mi hermano jamás habría hecho una afirmación semejante.
Mi padre, en cambio, solía murmurar en los momentos de crisis: “Por qué habré tenido que nacer en este bendito país”. Aquél era, sin dudas, un pensamiento propio de la vejez prematura de mi padre -a Elvira le llamaba la atención que, incluso renegando del país, lo llamase “bendito”- y también la motivación de mi tío para aceptar el trabajo y radicarse en Inglaterra.
Así fue como yo, el menor de los hermanos, tras la tragedia familiar, partí desde Santa Fe hacia Londres debido a la voluntad sincera de mi padre que insistía en que viajase escapando del presente. Muerta Elvira, nos habíamos quedado de nuevo los hombres solos.


(...)

Textos escritos en el TALLER


La consigna de escritura en el Taller fue, esta vez, El Sueño. Aquí, la primera serie de textos: un monólogo.


He tomado una decisión

Stella Zampa

Hay distintas maneras de ser poseída durante la noche. Al acostarme me planteo cuál de ellas será la que me domine esta vez.
Una cosa es que el sueño te penetre y lo haga como sólo él sabe hacerlo, con suavidad, consiguiendo que cada parte de tu cuerpo se entregue despacio y, lentamente, vaya relajándose a través de un hormigueo placentero, delicioso, hasta el punto de alcanzar una mueca de goce en la cara, que te recorra la complacencia y te vaya empujando mansamente al mundo onírico.
Muy distinta es la irrupción del otro personaje… Este no conoce de buenos tratos, de golpe aparece y lo sentís como un pellizcón, los párpados se abren (o parece que se abren) pero repentinamente ves la noche y comienza el acto de unión entre uno y él.
Esa penetración inesperada, de sopetón, es de un efecto tal que puede ocurrir cualquier cosa: o bien te transformás en una maga que soluciona todos los problemas de tu vida, de tu familia, de tus amigos y hasta del mundo, o puede suceder todo lo contrario, que te des cuenta de que jamás podrás, de ninguna manera, remediar, ni siquiera paliar esas dificultades.
Cuando, como en el primer caso, creés que serás capaz de vencer todos los obstáculos de tu existencia, te invade una euforia desmesurada y puede pasar que el sueño quiera intervenir para darte la paz necesaria y se entrecruce en una lucha feroz con el otro. Vos sos testigo de esa lucha y también de ver cómo el sueño es derrotado.
Si lo que te acomete, en cambio, es que pensás que no podrás con nada y que ningún intento es posible, ingresás al mundo de las tinieblas nocturnas, ése que está poblado de seres fantasmagóricos, sobrecogedores, y entonces la lucha es tuya y de él.
He probado infinidad de métodos para expulsarlo: la leche tibia, el alcohol, el té de yuyos, la lectura, e la televisión, la caminata… nada dio resultado. Es allí cuando aparecen mis instintos asesinos y hasta llegué a pensar en una sobredosis de somníferos, en permanecer levantada día y noche y no sucumbir a la cama, que es el lugar de encuentro.
Nunca pude conseguir vencerlo.
Debo admitir que él ha estado presente en mi vida en todos los momentos. Su atormentada compañía me acompaña desde la niñez. Recuerdo la experiencia de mis internaciones en el hospital, no se movió de mi lado, le supliqué que se fuera pero no hubo caso, ahí estuvo, aun de día. Y el año de esa muerte tan terrible… En esa época vino con todo su cargamento sombrío, y por las noches ni siquiera permitía que me recueste porque me provocaba semejante tensión que me pasé largo tiempo intentando dormir sentada, pero no pude. Cuando mi niña se enfermó también estuvo conmigo todo el tiempo, me custodiaba en mis miedos nocturnos, aceleraba mi corazón hasta doler…
También llegó en los tiempos de felicidad. Cuando eso acontecía, me acostaba segura de no verlo porque pensaba que la buena noticia me daría la placidez necesaria para descansar… pero ahí aparecía él, cargado de adrenalina y me provocaba palpitaciones que no me dejaban dormir.
He pensado mucho en cómo librarme de su compañía. Anoche, sin ir más lejos, a las cuatro de la mañana, cuando bajaba la escalera que me llevaba a la planta baja de mi casa y lo veía a mi lado, lo observé: esa sonrisa lacónica, casi perversa… Estuve un rato cavilando qué hacer y finalmente, a esa hora de la madrugada, tomé una decisión.
Es mi compañero de toda la vida, tiene incontables defectos, manías y vicios, no lo amo pero ¿cómo sería vivir sin su presencia? No me lo imagino.
Así que le guiñé un ojo, lo invité a subir nuevamente a la planta alta, y me acosté con él.

sábado, 3 de octubre de 2009

Textos escritos en el TALLER


Otro "juego de cartas" a partir de una consigna barajada en el Taller.

Destinos

Fabiana Paloma

Entorna unos ojos de niebla
(afuera, nubes con tintes de fuego y de humo;
un trueno)

La mano en garra apresa la indefensa baraja.
La niña se sobresalta.
Un movimiento impensable y un sonido
como de agua
en el vuelo breve de mano a mano.

Y otra vez…
Una cascada.
Un bandoneón.

La niña aplaude el prodigio;
una vida se sustenta en ese instante
y la sonrisa despojada escapa de los labios ásperos, reblandecidos.
Se demora la mezcla minuciosa
en el placer alquímico de dominar los elementos,
de manipular oráculos.
Desde el principio de los tiempos viene la mirada agotada
al encuentro de los ojos nuevos
para en ellos descansarse, apenas,
y posar en la mesa el completo mazo, al fin vencido.

En el corte
la vieja transfiere el poder a la niña.
El aire expectante envuelve la magia solemne del acto
Y así, en un simple alternar del arriba y el abajo,
el destino queda sellado,
invariable y oculto en el delgado misterio de las cartas.

En cada movida se va develando el sino marcado
Se cumplen augurios,
se elevan plegarias.
La vieja maldice.
La niña predice.
La vieja adivina.
La niña imagina.

De pronto el grito triunfal -de pájaro, de bruja- quiebra
la quietud del aire
Sorprende a la pequeña
que abre unos ojos encantados
y suma a la rasposa carcajada
su risa de lluvia fresca.

Entonces,
otra vez…
La carcajada que es grito reverbera en los cristales,
los trasciende en las gotas
que ahora tiemblan inquietas en las ventanas


Y otra vez…
El grito,
la sorpresa,
la risa de lluvia…
El juego sobre el juego.

Pero ya se tiró la última carta.
El futuro es pasado.
Cumplido todo presagio.
Las sombras de la noche devuelven lentamente
cada cosa a su justo lugar.
La nona a dormir.
La nena a soñar.

Final del juego

lunes, 21 de septiembre de 2009

Bolaño

Ahora paseas solitario
por los muelles
de Barcelona
Fumas un cigarrillo negro
y por
un momento crees que sería bueno
que lloviese
Dinero no te conceden los dioses
mas sí caprichos extraños
Mira hacia arriba:
está lloviendo

Literatura + cine


Modiano - Guimard: El viaje sin destino
Beatriz Actis


(A partir de: “Más allá del olvido”, de Patrick Modiano, Alfaguara, y “Las cosas de la vida”, de Paul Guimard, Ediciones B)



Patrick Modiano (París, 1945) es un autor acostumbrado desde su juventud al éxito en su país: las dos primeras novelas que publicó (“La place de l'étoile”, de 1968, y “Les boulevards de ceinture”, de 1972) obtuvieron los premios Nimier y Fénéon, en el primero de los casos, y de la Academia Francesa, en el segundo, y seis años más tarde logró el célebre premio Goncourt con “Rue des boutiques obscures”. Modiano se mueve desde los años 70 en ámbitos de la narrativa que rescatan, en un tramo considerable de su obra, la ocupación francesa y las heridas que ésta provocó en las historias individuales y en el cuerpo social, y por supuesto su peso en el tiempo. Sus protagonistas suelen ser adolescentes que observan el mundo con una mezcla extraña de ingenuidad e inteligencia que acrecienta el dolor existencial, adolescentes que huyen pero que no van en busca de su identidad, sino que la han perdido, o que han perdido todo interés en su búsqueda. “Más allá del olvido” (“Du plus loin de l’oubli”, 1997) narra una historia de amor desdibujada por el recuerdo, en un clima de ambigüedad y desasosiego dado por la evocación, historia vivida por personajes que deambulan por un París sin claros indicios temporales ni demasiados datos concretos, en una suerte de levedad sugerente y fantasmal. La novela propone una vuelta de tuerca sobre el road movie: sus protagonistas son viajeros que han renunciado a todo destino. En ella hay ecos de ciertos filmes de Wim Wenders o de Jim Jarmusch: escenarios espectrales (hotelitos del muelle de la Tournelle, desoladas estaciones de trenes, bares pobres, la mención de casinos de balnearios franceses fuera de temporada), en síntesis, trama y personajes que parecen desvanecerse, que se aluden y narran tangencialmente, a través de un estilo que sin embargo logra ajustar las palabras a las sensaciones que el narrador desea transmitir al lector.
Modiano es autor además, y entre otras obras, de la novela “Villa Triste“ (1975), en relación con la cual el propio autor ha comentado su filiación cinematográfica (“Durante la escritura de “Villa Triste” –señala–, pensaba en las imágenes de algunas películas inglesas en blanco y negro de la década del 60...”): en la novela abundan las frases cortas que describen estampas, fotografías, instantes de intensidad (a veces, de felicidad), imágenes que se apagan en un instante y no son recordadas por los personajes sino muchos años después. A diferencia de “Más allá del olvido” y de otras novelas de Modiano –y por eso la nombramos en particular aquí-, “Villa Triste” nos muestra personajes extraños pero no en París sino en una ciudad de provincias, y no en las acostumbradas estaciones nocturnas ni bajo la persistente llovizna parisina ni en el paisaje monocorde de la soledad urbana que ya son marcas de la narrativa de Modiano, sino en el escenario luminoso y diurno de los alrededores de un lago, que es adonde transcurren los momentos decisivos del relato. Sin embargo, no por ello (por ese cambio en las características puntuales del espacio narrativo) la búsqueda del adolescente protagonista pierde su angustia y su sinsentido. Deudor confeso de claves propias del lenguaje cinematográfico, Modiano ha sido también guionista: escribió en 1974, en colaboración con Louis Malle, el guión de “Lacombe Lucien” y fue guionista de “El perfume de Yvonne” (1994), de Patrice Leconte, y de “Bon voyage” (2003), de Jean-Paul Rappeneau, en todos los casos en forma conjunta con los directores mencionados. Debutó también como actor en "Genealogías de un crimen", de Raoul Ruiz.
El restante autor al que nos referiremos aquí, Paul Guimard (Loir-Atlantique, 1921-2004), comparte con Modiano el doble rol de novelista y guionista de cine, además de la importancia en la escena cultural francesa del siglo XX, a pesar de que Guimard pertenece a una generación anterior a la de Mondiano. Guimard ha sido también un periodista reconocido -director del programa radial “La tribune de Paris”- y publicó, entre otras, “Les faux-fréres” (su primera novela, que ganó el Prix de L’Humour en 1956), “Rue du Havre” (ganadora del Prix Interallié en 1957) y “L’ironie du sort” (1961). La novela que nos ocupa, “Las cosas de la vida” (“Les choses de la vie”, 1967), fue punto de partida del guión del filme del mismo nombre de 1970 dirigido por Claude Sautet (y también llevada al cine en Hollywood por Mark Rydell en “Entre dos mujeres”, de 1994); de ambos guiones fue responsable Guimard, en el primer caso junto a Sautet y al autor de los diálogos, Jean-Loup Labadie.
En “Las cosas de la vida”, Guimard narra el accidente automovilístico que en una ruta francesa sufre el protagonista, Pierre Delhomeau, y la novela se convierte, en gran parte de su extensión, en el monólogo agónico de ese personaje, monólogo a través del cual su memoria selecciona instancias significativas de su vida, fragmentos que finalmente “rearman” su historia. Esta novela tensa y ajena a todo sentimentalismo construye su poética con contenida emoción pero también con ironía: una carta que Delhomeau ha escrito hace tiempo y que lleva consigo a pesar de haberse arrepentido de su contenido y de haber decidido no entregar a su destinataria, sobrevivirá al accidente: él ya no estará allí para explicar a la mujer que reciba la carta que en verdad no creía en las crueles palabras en ella escritas en un momento de confusión. Pasado y porvenir confluyen en este monólogo notable, en el eterno presente del relato, y es éste también un viaje sin destino, en algún punto cercano al de los fantasmales personajes de Modiano: el viaje sin destino, el albur existencial (por qué no, el viaje trunco de Camus en una carretera francesa análoga a la descripta por Guimard), en el que los personajes sólo cobran consciencia ante una única convicción: la de la finitud, tal como se anticipa en la cita inicial de Marcel Aymé: “... y tengo la ilusión de que el tiempo se concentra y mi aventura cabe por entero en un segundo elástico, monstruosamente distendido, pero que se comprime hasta el punto de no ser, en verdad, más que un segundo”.

Una de piratas


Piratas Dichosamente Felices
Beatriz Actis
Atardece en la Isla del Supuesto Tesoro. Guacamayos reposan sobre árboles de frutos tropicales. La voz de Intrépido Pirata Buscador de Tesoros suena desesperada. Pala en mano, aúlla:
- ¡¿Adónde estás, Bastardo Empedernido?!
Bastardo es su fiel compañero, Pirata Empedernido Iniciador de Rencillas y Pleitos.
- ¡Acá, peleando con la palmera que ataca! –responde Bastardo, que blande la espada frente a una lluvia de cocos que avanzan como proyectiles.
- ¡Ven y ayúdame a excavar en El Lugar Señalado!
- ¿En El Lugar Señalado por El Viejo Mapa?
- Sí, en El Lugar Señalado por El Viejo Mapa robado al Pirata Audaz y Distraído que lo dejó olvidado.
- ¿Olvidado en La Cantina de Los Mares Calientes, en El Puerto Corsario, capital de La República de los Filibusteros?
- Sí, El Viejo Mapa que señala el Tesoro que nos hará Piratas Dichosamente Felices.
- Cavemos.
- Sí, en el pozo cabemos.
Intrépido Pirata y Bastardo Empedernido cavan toda la noche, alumbrados por la luz de la luna. El amanecer descubre la superficie del cofre. Rompen el candado y levantan la tapa que oculta el Tesoro.
En el cofre hay, a saber: bolitas secas de paraíso, una gomera, un trozo de una pata de palo (posiblemente la izquierda), el parche de un ojo, una llave oxidada, tapitas de gaseosa, tres pilas viejas, una birome que no anda, botones de distinto color y tamaño, boletos de colectivo (ninguno capicúa) y un frasco de mayonesa (vacío).
Intrépido Pirata se agarra la cabeza:
- ¡Tenía que ser obra de Pirata Audaz y Distraído!
Y arremete con furia, levantando el gancho que lleva por puño:
- ¡Navegaré por los mares en busca del Mapa de la Isla del Verdadero Tesoro, que andá saber adónde dejó olvidado so infeliz!
Bastardo Empedernido pregunta:
- ¿Puedo quedarme con la gomera?
Y, sin esperar respuesta, comienza a tirarles a los guacamayos con las tapitas de gaseosa y las bolitas de paraíso secas.
Los guacamayos vuelan, espantados, en dirección a la Isla del Verdadero Tesoro.
Pero los Piratas Indignamente Engañados no lo comprenden siquiera.

Animales en la Feria


Lecturas en la Feria del Libro de Rosario 2008, a partir de El abecedario de Deleuze (Bien, entonces empezamos por «A». Y «A» es «animal»...) junto a Marta Ortiz, Gloria Lenardón, Silvia Pampinella y Tona Taleti, es decir, el actual "grupo Proust".




Tiempo: Animales y memoria

Beatriz Actis



A este bestiario lo habitan:
“perros románticos”,
“el bicho”,
“ciempiés del humo”,
el “animal de luz”,
los “pulgones del trigo”,
En el resguardo de los jardines o de las selvas
atisba el animal de los sueños de juventud
y de la infancia,
de las anticipadas extrañezas.
Los versos son jardines o son selvas.
Metáforas aguardan con garras;
a veces, con patitas minúsculas;
otras, con aullidos.
Agazapada,
la memoria implacable,
que a veces revela decepción y otras, nostalgia.
Parábola en que dialogan las fieras.
Y los espectros.



* Infancia - César Vargas[1]

Yo he visto las naranjas,
Esas flores redondas
De fantástico peso,
Colgando de las ramas
Del árbol de la infancia.

Mi padre custodiaba
Desde antes de la flor,
Repasando el dorso de las hojas,
Ahuyentando las hormigas.

Los pulgones del trigo llegaron una tarde,
Y las gordas naranjas
Que agobiaban el árbol
Se cubrieron de insectos
diminutos y verdes,
Mi padre los miraba
impotente y sombrío.
Subí sobre sus hombros
Con un plumero suave
Y limpié una por una
Las frutas amarillas.

Era la defensa del amor.
Mis ocho años combatían.



* Juventud - Roberto Bolaño[2]


En aquel tiempo yo tenía veinte años y estaba loco. Había perdido un país pero había ganado un sueño. Y si tenía ese sueño lo demás no importaba. Ni trabajar ni rezar ni estudiar en la madrugada junto a los perros románticos. Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu. Una habitación de madera, en penumbras, en uno de los pulmones del trópico. Y a veces me volvía dentro de mí y visitaba el sueño: estatua eternizada en pensamientos líquidos, un gusano blanco retorciéndose en el amor. Un amor desbocado. Un sueño dentro de otro sueño. Y la pesadilla me decía: Crecerás. Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto y olvidarás. Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen. Estoy aquí, dije, con los perros románticos. Y aquí me voy a quedar.



* El pasado - Cortázar[3]


Tengo esta noche las manos negras, el corazón sudado como después de luchar hasta el olvido con los ciempiés del humo. Todo ha quedado allá, las botellas, el barco, no sé si me querían, y si esperaban verme. En el diario tirado sobre la cama dice encuentros diplomáticos, una sangría exploratoria lo batió alegremente en cuatro sets. Un bosque altísimo rodea esta casa en el centro de la ciudad, yo sé, siento que un ciego está muriéndose en las cercanías. Mi mujer sube y baja una pequeña escalera como un capitán de navío que desconfía de las estrellas. Hay una taza de leche, papeles, las once de la noche. Afuera parece como si multitudes de caballos se acercaran a la ventana que tengo a mi espalda.




* El presente / El otro - Manuel Bandeira[4]


Vi ayer un bicho En la inmundicia del patio Buscando comida entre los desperdicios.

Cuando encontraba algo, No examinaba ni olía: Tragaba con voracidad.

El bicho no era un perro, No era un gato, No era una rata.

El bicho, Dios mío, era un hombre.



* El presente / Uno - Neruda [5]


Soy en este sin fin sin soledadun animal de luz acorralado por sus errores y por su follaje: ancha es la selva: aquí mis semejantes pululan, retroceden o trafican, mientras yo me retiro acompañado por la escoria que el tiempo determina: olas del mar, estrellas de la noche. Es poco, es ancho, es escaso y es todo. De tanto ver mis ojos otros ojos y mi boca de tanto ser besada, de haber tragado el humo de aquellos trenes desaparecidos, las viejas estaciones despiadadas y el polvo de incesantes librerías, el hombre yo, el mortal, se fatigó de ojos, de besos, de humo, de caminos, de libros más espesos que la tierra. Y hoy en el fondo del bosque perdido oye el rumor del enemigo y huye no de los otros sino de sí mismo, de la conversación interminable, del coro que cantaba con nosotros y del significado de la vida. Porque una vez, porque una voz,
porque una sílaba o el transcurso de un silencio o el sonido insepulto de la ola me dejan frente a la verdad, y no hay nada más que descifrar, ni nada más que hablar: eso era todo: se cerraron las puertas de la selva, circula el sol abriendo los follajes, sube la luna como fruta blanca y el hombre se acomoda a su destino.



[1] Poema: DEFENSA DEL AMOR, de César Vargas

[2] Poema: LOS PERROS ROMÁNTICOS, de Roberto Bolaño
[3] Poema: NOCTURNO, de Julio Cortázar

[4] Poema: EL BICHO, de Manuel Bandeira

[5] Poema: ANIMAL DE LUZ, de Pablo Neruda