domingo, 29 de diciembre de 2013

como quien oye llover



óyeme como quien oye llover, el asfalto relumbra, tú cruzas la calle
                                                                                                                               Octavio Paz

sábado, 28 de diciembre de 2013

Sobre los peligros que acarrea el canto de las sirenas



Advertencias de Circe a Odiseo: 
“Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil, y si suplicas a tus compañeros o les ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas”.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Bolaño - Nocturno de Chile

Roberto Bolaño - Nocturno de Chile (fragmento)

(...) En realidad, me dije a mí mismo, la casa de Farewell era un puerto. Luego oí un ruido sutil, como si alguien se arrastrara en la terraza. Picado por la curiosidad, abrí una de las puertas-ventanas y salí. El aire era cada vez más frío y allí no había nadie, pero en el jardín distinguí una sombra oblonga como un ataúd que se dirigía hacia una especie de ramada (...). En el cielo vacío de nubes la luna se destacaba con nitidez. (...). Me acerqué con decisión al sitio en donde se había ocultado la sombra (...) Lo vi (...). Estaba de espaldas a mí. Vestía una chaqueta de pana y una bufanda y sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala corta echado para atrás y murmuraba hondamente unas palabras que no podían ir dirigidas a nadie sino a la luna (...). Era Neruda. (...)

lunes, 16 de diciembre de 2013

y la paloma de sangre




…y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos, sustancias extrañamente inseparables y perdidas”.   
                          Pablo Neruda


jueves, 12 de diciembre de 2013

Poesía de Felipe Aldana

Para decir un solo poema
uno solo
hay que estar loco de belleza

vivir y respirar
el aire especial
que desvanece los pinos

Cuando ya rindieron su gracia
los aromos

Y las hormigas de la lluvia transportan
la noche en paracaídas transparentes

                                                            (Felipe Aldana, 1922 - 1970)

sábado, 23 de noviembre de 2013

Final de Verne

A la pregunta formulada hace miles de años: “¿Quién ha podido jamás sondear las profundidades del abismo?”, dos hombres entre todos los hombres tienen el derecho de responder. Somos el capitán Nemo y yo".
Jules Verne - VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

viernes, 22 de noviembre de 2013

Fernández Retamar


Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela...

Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela.

Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo,
Pero los hombres y los muchachos que, en sus harapos esperaban
Todavía me dijeron señor.
Están en un caserón a medio derruir,
Con unos cuantos catres y palos: allí pasan las noches
Ahora, en vez de dormir bajo los puentes o en los portales.
Uno sabe leer, y lo mandaron a buscar cuando
supieron que yo tenía biblioteca.
(Es alto, luminoso, y usa una barbita en el insolente rostro mulato.)
Pasé por el que será el comedor escolar, hoy sólo señalado por una zapata
Sobre la cual mi amigo traza con su dedo en el aire ventanales y puertas.
Atrás estaban las piedras, y un grupo de muchachos
Las trasladaban en veloces carretillas. Yo pedí una
Y me eché a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales.
Luego tuve mi primera pala y tomé el agua silvestre de los trabajadores,
Y, fatigado, pensé en ti, en aquella vez
Que estuviste recogiendo una cosecha hasta que la vista se te nublaba
Como ahora a mí,
¡Qué lejos estábamos de las cosas verdaderas,
Amor, qué lejos -como uno de otro!
La conversación y el almuerzo
Fueron merecidos, y la amistad del pastor
Hasta hubo una pareja de enamorados
Que se ruborizaban cuando los señalábamos, riendo,
Fumando, después del café.
No hay momento
En que no piense en ti.
Hoy quizás más,
Y mientras ayude a construir esta escuela
Con las mismas manos de acariciarte.
                                                                            ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR

Llegamos como el viento

De niños, absortos ante su narración, nos inclinábamos hacia el maestro. ¿Qué será de nosotros? ¿Cómo acaba esta historia? Llegamos como el viento y nos iremos como el agua.

                                                   José Emilio Pacheco, Tarde o temprano

lunes, 18 de noviembre de 2013

De Doris Lessing

“A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: ¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes? A ese espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración. Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos”. (Doris Lessing, 1919 - 2013)

viernes, 15 de noviembre de 2013

Fragmento de Delmira

Versos iniciales de EL INTRUSO, de Delmira Agustini

 Amor, la noche estaba trágica y sollozante
cuando tu llave...

sábado, 2 de noviembre de 2013

Animal de luz

Pablo Neruda: ANIMAL DE LUZ

Soy en este sin fin sin soledad 
un animal de luz acorralado
por sus errores y por su follaje: 
ancha es la selva: aquí mis semejantes 
pululan, retroceden o trafican, 
mientras yo me retiro acompañado 
por la escoria que el tiempo determina:
olas del mar, estrellas de la noche.


 Es poco, es ancho, es escaso y es todo…

domingo, 27 de octubre de 2013

Poema

CURRICULUM VITAE 
Blanca Varela

digamos que ganaste la carrera
y que el premio
era otra carrera

que no bebiste el vino de la victoria
sino tu propia sal
que jamás escuchaste vítores
sino ladridos de perros
y que tu sombra
tu propia sombra
fue tu única
y desleal competidora.

domingo, 13 de octubre de 2013

De Paul Auster

  1. Autobiografía del ojo

    Cosas invisibles, enraizadas en el
    frío, creciendo
    hacia esta luz
    disipada
    en todo lo que alumbra. Nada
    tiene fin. La hora regresa
    al comienzo de la hora
    en que respiramos: como si
    nada fueran. Como si yo
    no pudiera ver
    nada
    que no es lo que es.

    En el límite del verano
    y su calidez: cielo azul, colina púrpura.
    La distancia
    que sobrevive.
    Una casa hecha de aire, y el flujo
    del aire en el aire.

    Como estas piedras
    que se deshacen sobre la tierra.
    Como el sonido de mi voz
    en tu boca.


miércoles, 25 de septiembre de 2013

Batallas hubo (Álvaro Mutis)



 Álvaro Mutis 
“Batallas hubo”

I
Casi al amanecer, el mar morado,
llanto de las adormideras, roca viva,
pasto a las luces del alba,
triste sábana que recoge entre asombros
la mugre del mundo.
Casi al amanecer, en playas pizarra
y agudos caracoles y cortantes corolas,
batallas hubo, grandes guerras mudas
dejaron sus huellas.
Se trataba, por fin,
del amor y sus hirientes hojas,
nada nuevo.
Batallas hubo a orillas del mar
que rebota ciego y desordenado,
como un reptil preso en los cristales del alba.
Cenizas del amor en los altares del mundo,
nada nuevo.


II

De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado y pobre
y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.
Las tempestades vencidas, los agitados viajes,
sólo al olvido acuden, en su hastiado dominio
se precipitan y preparan nuevas incursiones
contra la vieja piel del hombre
que espera a su fin
como pastor de piedra ingenua y a ciegas.

III

Y hay también el tiempo que rueda interminable,
persistente, usando y cambiando,
como piedra que cae o carreta que se desboca.
El tiempo, muchacha, que te esconde en su pecho
con tus manos seguras y tu melena de legionaria
y algo de tu piel que permanece;
el tiempo, en fin, con sus armas ocultas.
Nada nuevo.



viernes, 20 de septiembre de 2013

Juan Gelman



La extranjera no sabe 
que mi sangre es su casa, que 
todo pájaro suyo 
sólo ahí puede cantar y abrir 
alas de su verano y se alza 
como una sed de mundo 
que no se puede apagar. 
El pájaro encendido cuida 
los huecos de la pérdida como 
joyas que fueron sin remedio …” 

(Juan Gelman - “La extranjera")

viernes, 6 de septiembre de 2013

Salvación

SALVACIÓN - Alejandra Pizarnik

Se fuga la isla 
Y la muchacha vuelve a escalar el viento 
y a descubrir la muerte del pájaro profeta 
Ahora 
es el fuego sometido 
Ahora 
es la carne 
la hoja 
la piedra 
perdidos en la fuente del tormento 
como el navegante en el horror de la civilización 
que purifica la caída de la noche 
Ahora 
la muchacha halla la máscara del infinito 
y rompe el muro de la poesía.

sábado, 17 de agosto de 2013

Cuando el mundo es puesto en duda

CUANDO EL MUNDO ES PUESTO EN DUDA 
Joaquín Gianuzzi


Entre verso y verso se instala una pausa
donde el mundo es puesto en duda: entonces
pongo mi amarga cabeza a circular por el jardín.
Busco un rumor terrenal
a un costado de la escritura consciente.
Palpo un higo maduro, una dalia inclinada
por el peso del agua
hacia este oscuro planeta. No residen aquí,
en estos suaves, acuerdos, las negaciones
de la existencia, su sonido negro. Al pie del muro
un susurro de violetas, la humedad feliz
de la vida individual. Del otro lado
los días de la muchedumbre que alza los puños
poseída por un conocimiento decisivo. Estas cosas
han optado por sí mismas. Toman la tierra
por asalto, la fecundan con un sentido
que me estoy debiendo. Ahora suena un disparo:
¿debo elegir? ¿Mentir en la oscuridad de mi
habitación?
¿Cómo ser exacto? La época apresura su pánico
dentro de mi cabeza, allí
donde un aullido oscila oscuramente
de un extremo a otro de lo desconocido.

sábado, 10 de agosto de 2013

Selección natural (Marcelo Díaz)

Selección natural (Marcelo Díaz)

Me intriga el momento cuando el sol
desaparece. Por fin: dos personas en
los canales de un pantano: ¿Buscan
un anillo como de barro en la osamenta
de un animal inactivo a orillas de un arroyo?
El diseño de una ciudad compuesta por
plantas flotantes. Me pregunto:
¿Los vehículos en los que se deslizan
son tan fuertes como para separar
las extremidades de un cuerpo?
El trabajo de los depredadores reconstruye
el caparazón de los sentimientos:
el espectro plateado en el agua
es lo más parecido a la intemperie
o a una maniobra para evitar el peligro.
Sus voces emiten un ruido agudo
contra su voluntad. Y estoy ahí como
un objetivo o un blanco fácil: temblando.

La galería (Pablo Anadón)

La galería

MIRA, detrás de la baranda
Enceguece la luz sobre los techos
De zinc, a cada ráfaga de viento
Oscila la palmera y zigzaguea
La golondrina negra en el espacio azul.

De la baranda hacia la galería
La migraña compone una rayuela
De humo, palabras y mosaicos rojos.

Mensajera extraviada de la luz,
Desde allí hacia aquí
Ha llegado en su vuelo vacilante
La cría de paloma: se ha estrellado
Contra la propia imagen en el vidrio.

No quiero hacer ahora ninguna analogía
Entre el destino, el nuestro,
Y ese manojo frágil
De plumas sobre el piso.

Vos y yo hemos sabido
También del aire abierto en la mañana
En un sueño de sol y de sosiego.

Pablo Anadón

Un autor olvidado

"Un autor olvidado" - Pablo Seguí

No hay emoción ahora. El cigarrillo
humea en la penumbra. (¿Quién habrá
hecho esta sinfonía? La fanfarria
que cierra el movimiento, la tragedia
que abre el siguiente, no me lo revelan.)

Pasa un auto a lo lejos. Amanece
muy lentamente y la ciudad
se pone a trabajar. Dolor
de espalda. Desperté a las dos,
pero de ayer. La gata está comiendo
del balanceado. Puede que me duerma
sin más. Me tomo un vaso de agua
helada, transparente, refrescante,
un Lizarazu que degusto a solas.

(Por hoy no hay maquinita de escarbar
secos escombros: nadie se lamenta,
y menos yo, que nombro lo que tengo.)

El amuleto, de Pablo Seguí

“El amuleto” - Pablo Seguí

Al modo en que Giannuzzi paladeaba
cierta palabra porque no sabía
qué quería decir, y no apelaba
adrede al diccionario, yo decía
cada tanto tu nombre, y me enteraba
con conmoción y espanto que no había
nada de vos ahí, que no moraba
tu ser en esas letras. Me aturdía
esa falta de vos, en vano andaba
con las palabras, de tu nombre hacía
un amuleto muerto, y más penaba
cuanto menos de vuelta te tenía. 
Hoy me quedo callado, y no contemplo
sino las fotos: otro inútil templo.

El amante

(Fragmento de EL AMANTE, de M. Duras)

Callan a lo largo de la noche. En el coche negro que la lleva al pensionado apoya la cabeza en su hombro. El la abraza. Le dice que está bien que el barco de Francia llegue pronto y se la lleve y los separe. Callan durante el trayecto. A veces el hombre le pide al chófer que vaya a lo largo del río para dar una vuelta. Se duerme, extenuada, contra él. 

sábado, 20 de julio de 2013

Marosa



Marosa di Giorgio (Los papeles salvajes. Poemas. Arca, 1971)

La luna ha clavado su herradura fina, de vidrio, en mitad del cielo.
La chimenea le envía humo, humo, humo.
Llega a la cocina y entra. El perro se detiene en el umbral.
A la voz de la niña se vuelve la abuela.
Y la abuela da un grito horrible.
La palabra “lobo” rompe los oídos de la niña.
La abuela se enloquece y golpea, enloquecida, la puerta.
Cuando puede volver a mirar, ve a la niña, caída junto a las chimeneas. Y cuando puede detener el sacudón bárbaro de sus brazos, va hacia las chimeneas. Levanta el pequeño cuerpo, que se le dobla como una campánula.
Lo oprime, lo oprime. La niña está muerta.
La oprime, la oprime. Tiene olor a ramita de pino, y a piñón.

sábado, 13 de julio de 2013

Poema de Houellebecq

La grieta

En la inmovilidad, el silencio impalpable,
Yo estoy ahí. Estoy solo. Si me golpean, me muevo.
Trato de proteger una cosa roja y sangrante,
El mundo es un caos preciso e implacable.

Hay gente alrededor, los oigo respirar
Y sus pasos mecánicos se cruzan sobre el enrejado.
He sentido, no obstante, el dolor y la rabia;
Cerca de mí, muy cerca, un ciego suspira.
Hace muchísimo tiempo que sobrevivo. Tiene gracia.
Recuerdo muy bien los tiempos de esperanza
E incluso recuerdo mi primera infancia,
Pero creo que es éste mi último papel.

¿Sabes? Lo vi claro desde el primer segundo,
Hacía algo de frío y yo sudaba de miedo
El puente estaba roto, eran las siete en punto
La grieta estaba ahí, silenciosa y profunda.


Michel Houellebecq

domingo, 7 de julio de 2013

Poema



Poema de Jorge García Sabal
Hice bien.
Esta noche tapé la jaula de los pájaros,
dejé sin luz a los peces que dormían
cautivos de un solo ojo, eché
por la escalera, justo en su última vida,
al gato.
Hice todo bien.
Ahora estoy solo y Billie Holliday me dice,
hamacándome, la voz llena de pasto y agria,
un cuento para dormir, un sueño. Ella
dice y cuenta cosas que conozco, hamacándome
suave, solos.

Ahora amanece, es el día para siempre.
Me hamaco. Estoy solo. Hice bien, todo bien.

miércoles, 26 de junio de 2013

Es posible



Es posible auxiliar a los sitiados. 
Es posible
entender el verano.  
 
Milo De Angelis

Diario de viaje



Contratapa "Rosario 12"
26/6/2013
Pájaro rojo veneciano

 Lo recuerdan entre la bruma lánguida del crepúsculo alimentando las garzas. Borracho, hablando solo, la figura recortada contra el cielo de la tarde, en la isla que emergía del centro de la laguna. Cuando el agua salió de su cauce, inundó los bordes de la isla (el capricho del agua que sube y que baja es inmanejable para los hombres); después, los vestidores y la playa de arenas terrosas; después, el hotel recostado sobre la orilla y los campos de los alrededores. La laguna, desde entonces, se abre sobre la llanura como un espejo hacia el vacío.
  A los gringos que construyeron la villa, las garzas les habían causado asombro. En esa época las aves se posaban en la costa -el río no había desbordado todavía- y en los islotes de la laguna durante la temporada de calor. Llegaban en bandada para la primavera y después del verano se iban para el norte a buscar otros climas. Tras la inundación les cambiaron las costumbres, y con el reflejo cálido y la humedad se quedaron incluso en el invierno. Los gringos también vinieron para la primavera; unos meses después, en pleno verano, llegó el Veneciano. La laguna estaba baja, se podía alcanzar la isla caminando sobre el barro, el agua apenas nos llegaba a la cintura.
  En la isla, los gringos construyeron el refugio; la gente del lugar (nosotros, entre ellos, apenas unas criaturas) empezamos a llamarla “la isla de las garzas” porque al caer la tarde la invadían las aves. Cuando el farol del hotel comenzaba a destellar entre la bruma y el cielo del crepúsculo envolvía la laguna de reflejos rojizos, las garzas que sobrevolaban el refugio se volvían rojas como flamencos, transformadas por la luz de la tarde. El barro era realmente milagroso: la gente venía a curarse desde lugares alejados; escapaba del frío de la capital,  y de junio a agosto aprovechaba el verano tenue de la villa, ese breve simulacro del estío. “Un brazo del trópico en la pampa”, decían los anuncios en los diarios porteños, y además, “rodeado de barros curativos”.
   Los lugareños recibimos a los turistas primero con tímida sorpresa y después con tímido fastidio. Los gringos cruzaron el océano para construir el “Grand Hotel”; nosotros pronunciábamos “Granoté”. Tardaron un año entero en levantarlo. Después de la inundación, cuando los gringos se fueron para siempre, entre las ruinas crecieron los yuyos y las enredaderas salvajes. Se fueron todos, como de un barco que se hunde. Las esculturas de sirenas sobre la torre del mirador -la que en su delirio el Veneciano confundiría con un faro para los navegantes- vigilaron desde entonces el puente imaginario que unía la orilla con la isla. En la isla se recluyó el Veneciano.
   El refugio iba a mantenerse en pie hasta el día de la inundación final, y desde él, el Veneciano contemplaría como desde el palco de un teatro circular, la puesta en escena de la puesta del sol entre las garzas. En la costa, las hiedras perfumaban las paredes del hotel abandonado y se debatían con el viento. A veces sueño todavía con las aves que se balancean en el viento como en un baile que se quiebra. Con la primera inundación, el agua llegó hasta las escalinatas, el hotel perdió su umbral y comenzó a hundirse en la laguna desbordada.
  No sé cuándo comenzó el Veneciano a soñar con construir una ciudad de belleza flotante, con canales como calles y jardines con estatuas asomadas tras las verjas. Pero es que había que verlo entonces, como un palacio sitiado por el agua salada, inexplicable, que cubría la llanura; rodeado por macetas con geranios como destellos sobre la balaustrada, las paredes pintadas de un color parecido al amarillo o al ocre que no hemos vuelto a ver, y el frente adornado por las sirenas rampantes como un mascarón de proa sobre la laguna.
  Los materiales y los muebles los trajeron del extranjero. Decíamos, entonces, asombrados: “Allá, del otro lado de la tierra, atravesando un mar verdadero, imposible de abarcar con la mirada”. Nuestra laguna nacía en el río y por un misterio, aun ahora, para mí, desmesurado, desaguaba en la llanura baja cercana a la villa, bañaba los campos de agua salada, convertía la tierra en barro milagroso y convocaba a los turistas al hotel de descanso.
  Los gringos habían sembrado la isla alta con antílopes y con ciervos traídos para la caza desde lejos, todo para que los ricos se diviertan (los animales morirían con la inundación). Criaron truchas en la laguna. Éramos chicos y aprendimos que los ricos necesitan lugares para disfrutar sin que los turben las miradas ajenas; entonces, necesitaban un sitio templado para pasar el invierno. Todo terminaría cuando en Europa estalló la guerra: los dueños del hotel que eran gringos o socios de los gringos cerraron el hotel y los turistas se fueron para siempre. Quedó el edificio desnudo, pudriéndose de a poco, y el Veneciano -que seguía soñando con levantar aquí toda una ciudad de descanso- no se quiso volver como los otros.
  En esa época todavía se podía conversar con él; nosotros lo hacíamos cada tarde, con la luz cayendo, roja, desde el horizonte. Nos contó tantas cosas antes de volverse loco para siempre. El Palazzo había sido su sueño, confesaba mientras palpaba los muros que empezaban a descascararse y a cubrirse de musgo. Recorría los salones desiertos -ajeno, borracho-, caminaba entre las ruinas, señalaba la cúpula translúcida y vencida del giardino d’inverno por donde aún caía una catarata de luz y hablaba del Risorgimento (años después, yo me asomaría al mundo como a través de una ventana, y esa ventana había sido abierta por el Veneciano para mí).
  Entonces él hablaba con murmullos, intercalaba palabras en italiano, el sonido de su voz resonaba en nosotros como un lenguaje de muertos. El edificio envejecía tristemente, tenaz, imperceptible, como las flores: los goznes carcomidos por la sal; las cornisas atravesadas por grietas, y él sólo pensaba en Venecia, pero jamás en partir. Comprendimos su locura cuando por primera vez, al atardecer, al levantarse las garzas entre graznidos, el Veneciano, fuera de sí, gimió de terror. “Pájaros”, comenzó a repetir cada atardecer, en castellano, en el refugio, frente a las aves, de cara al sol que se ocultaba.
  Nos había contado que lo perseguía una pesadilla desde niño: un hombre alto como un príncipe vestido de negro, la cabeza de pájaro con el pico sangrante extendido hacia su cara. Se despertaba agitado, despavorido, a pesar de que la máscara del sueño nunca llegaba a cumplir la amenaza de perforarle la piel. Nos contó cómo, año a año, iba viendo cambiar en el sueño los rasgos de su cara de espanto: del niño al púber, del púber al joven y después al adulto, y del adulto, algún día, suponía (temía), al anciano y a la calavera del anciano.
  Allí el Veneciano se reía con leves estertores que lograban transmitirme el pavor de la pesadilla. Comprendimos entonces que las mascaradas de sus sueños se le habían vuelto reales, y que él estaba definitivamente solo. Aún hoy, cuando las garzas se posan en los nuevos bordes de la laguna, resuenan los ecos de su risa, y no se disipan hasta que anochece. Nunca lo he confesado, es un secreto. En la ciudad trémula, sumergida como un espejismo, temo que piensen que soy yo, ahora, el pobre y triste loco.


sábado, 22 de junio de 2013

Zooloco



María Elena Walsh

Si en el mar causa pésima impresión
encontrarse de pronto un Tiburón,
muchísimo más feo
es verlo de paseo
un día, por la plaza de Morón.

*
Señores, en Santiago del Estero
un Quirquincho se pasa el año entero
sentadito en su cueva
esperando que llueva,
que le caiga una gota en el sombrero.

   

lunes, 17 de junio de 2013

Otro de los diarios

Ricardo Piglia



Domingo
Leo en el Diario de Brecht (9-8-1940): “Sobre la concisión del estilo clásico: si en una página omito lo suficiente, estoy reservando para una sola palabra —por ejemplo, la palabra noche, en la frase — el valor equivalente a lo que he dejado afuera en la imaginación del lector”. Idéntica a la teoría del iceberg de Hemingway, solo que en el caso de Brecht se deja afuera lo que el lector conoce y en el caso de Hemingway se deja afuera lo que el lector no conoce.
En París era una fiesta, refiriéndose a uno de sus primeros cuentos, escribe Hemingway: “En una historia muy simple llamada Out of Season (Fuera de temporada) omití el verdadero final en que el viejo se ahorcaba. Lo omití basándome en mi teoría de que se puede omitir cualquier cosa si se sabe qué omitir y que la parte omitida refuerza la historia y hace al lector sentir algo más de lo que ha comprendido”.
El cuento de Walsh ‘Esa mujer’ pertenece a la primera categoría. Todos los lectores —argentinos— saben que la mujer, a la que nunca se nombra, es Eva Perón. En cambio ‘La siesta del martes’ de García Márquez pertenece a la segunda. No se narra la escena central —con la mujer que va con su hija al cementerio bajo la mirada acusadora del pueblo— y el lector debe imaginarla. En los dos casos lo que se sustrae define la historia.


sábado, 8 de junio de 2013

Piglia y el río

DIARIOS - Ricardo Piglia
Lunes
A medianoche cuando afloja el calor salimos a caminar. Cruzamos la ciudad que va envejeciendo a medida que nos acercamos al río por el sur. En esa zona la costanera es bellísima. Hay parrillas con mesas al aire libre bajo los árboles. Pescadores en la escollera, de espaldas a la ciudad, con sus cañas y sus aparejos. Un parque de diversiones con farolitos de colores y juegos medio arruinados. Este es el mundo de Alrededor de la jaula y En vida, dos de los mejores libros de Haroldo Conti. Las luces lejanas de los barcos que cruzan el río son el único horizonte de esas historias sin salida.
Habitualmente los narradores más líricos y más atentos al paisaje narran el río. Se han escrito varias obras maestras en esa línea: Zama de Di Benedetto, El limonero real de Saer, Sudeste de Conti, La ribera de Wernicke, Hombre en la orilla de Briante. Buscan la lentitud; tienden a narrar en presente lo que ya sucedió. Algunas novelas de Conrad se mueven en esa dirección: el tiempo muerto es la motivación del relato. En El corazón de las tinieblas mientras espera que suba la marea del Támesis, Marlow cuenta la historia. Cuanto más profunda es la quietud, más intensa es la narración. La dispersión del flujo del tiempo se frena y la bajante, la calma, la creciente que no llega, se convierten en una metáfora del arte de narrar.







jueves, 6 de junio de 2013

Otra vez Alicia

-Bueno- siguió contando su historia el Sombrerero.- Lo cierto es que apenas había terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a gritar: “¡Vaya forma estúpida de matar el Tiempo! ¡Que le corten la cabeza!"
-¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera!- exclamó Alicia.
-Y desde entonces- añadió el Sombrerero con voz tristísima-, el Tiempo cree que quise matarlo y ya no quiere hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que allí ocurría.
-¿Es ésa la razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa?- preguntó.
-Sí, ésta es la razón- dijo el Sombrerero con un suspiro. –Siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
-¿Y lo que hacen es ir dando vuelta a la mesa, verdad? –preguntó Alicia.
-Exactamente- admitió el Sombrerero.-A medida que vamos ensuciando las tazas.
-Pero qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa- se atrevió a preguntar Alicia. (...)
 (Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll)

domingo, 26 de mayo de 2013

Sobre la lectura contemporánea

Dice Piglia en un reportaje reciente: 
(...) yo creo que tenemos dos prototipos de lector, el que se encierra, se evade, el modelo de la isla desierta, como si solo se pudiera leer en una isla desierta porque no hay otra cosa que hacer. Y por otro lado estamos los que leemos mientras hacemos cada vez más cosas. Miramos televisión, contestamos mails. Yo creo que esa lectura interferida, intervenida, es un poco la lectura contemporánea.

lunes, 20 de mayo de 2013

Lispector

Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba” (…) Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Escribo por la incapacidad de entender. Clarice Lispector

sábado, 18 de mayo de 2013

Teatro

La versión de mi cuento EL CARRO DE BABEL representada por el grupo TELONCILLO de Valladolid ("Los animales de Don Baltasar")

jueves, 9 de mayo de 2013

Varados sobre el río



Beatriz Actis - Contratapa de "Rosario 12", 9/5/2013


VARADOS SOBRE EL RÍO

   Tiene la piel curtida, lastimada por arrugas que se perciben como grietas; el pelo castaño, con algunas canas, debe haber sido muy claro cuando chica, como les pasa a muchos de los gringos. Su edad es en cierto punto indescifrable. Al contarme su historia no deja de aclarar que cuando era joven y acababa de llegar a Santa Cruz de la Sierra, la confundían con una norteamericana o una europea por su largo pelo rubio; sonríe. Tiene los ojos claros, de una especie de gris raro, transparente, aunque incluso sus ojos han envejecido. “Mis padres eran de la Selva Negra -me dice-. Vinieron jóvenes; se escapaban de la guerra. No eran malos, pero era gente muy dura, ¿vio? Yo, no sé, salí distinta. Verlos a ellos era como ver en un espejo, pero al revés: yo nunca quise ser así; a mí me gusta progresar, conocer otras cosas”.

  No digo nada; ni siquiera trato de disimular que me estoy secando la frente con un pañuelo de papel. “El personaje de la novela me hizo acordar un poco a mi papá, por eso me gustó”, confiesa sin mirarme, mientras revisa las marcas señaladas en el libro. Estamos solas en el aula, una delante de la otra, bajo la impiadosa luz del fluorescente. En el mismo edificio funciona de día una escuela primaria: las paredes tienen listones de madera de donde cuelgan láminas con dibujos infantiles y sobre un armario pintado de celeste está pegado el abecedario hecho con figuras de animales: la “c” de canguro, la “e” de elefante, la “j” de jirafa, etcétera. En la puerta del aula hay un cartel de cartulina en el que se lee: “Bienvenidos a 2do. B”. Hay olor a polvo de tiza y también a algo pegajoso, como caramelo. Afuera, la noche se sacude en la tormenta.
   La historia que ella cuenta tiene que ver con un viaje desde Santo Tomé hasta Santa Cruz de la Sierra junto a su primer marido, en ómnibus y trenes destartalados y polvorientos, siempre lentos, y ellos con su solo equipaje: un bolso que él cargaba, con ropa de invierno que jamás podrían usar en Bolivia (recordar este detalle le causa mucha gracia; yo apenas me atrevo a sonreír) y otro bolso con el gato, que no hubieran podido dejar solo en Santo Tomé, y que ella iba a cargar durante todo el trayecto.
   “Cuando cruzamos la frontera un gendarme preguntó: ¿Qué lleva en el bolso? Un gato, le dije. ¿Embalsamado? No, de veras, y corrí del todo el cierre y se lo mostré, dormido. Era tan bueno ese gato, le puse ‘Antonio’, por el santo; se portaba mejor que una persona”. La luz del fluorescente titila, y nos encandila todavía más que hace un momento. Ella sigue recordando el viaje del gato: “Pensar que se aguantó lo más bien todo aquel trayecto, pero después se me murió en Bolivia”.
   En medio de la noche tormentosa, suena el timbre antes de la hora habitual de salida, y retumba, estridente, en el patio bajo el tinglado y en las últimas aulas desocupadas. Con estos exámenes, pienso, siempre pasa lo mismo: los alumnos empiezan hablando de las novelas, y terminan contándolo todo. Es como si la historia que esconde cada uno se pusiera en movimiento, y gente de la que yo no sabía casi nada demasiado personal en la víspera, se vuelve protagonista y habla sin pudores de sí.
   De repente, cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, incluso en sus menores detalles, adquieren importancia y las historias íntimas que me cuentan, los recónditos deseos y temores, pasan al centro de la escena: sus vidas bajo la luz del reflector, que no es otro que el fluorescente colgado del techo del aula, cualquier noche de semana en una escuela para adultos de Santo Tomé.
  Afuera, en el patio, las baldosas bajo del tinglado están manchadas de humedad: en estas ciudades pegadas al río el agua brota del suelo, desde los cimientos, y sube por las paredes. A veces, hasta respirar se vuelve insoportable.
*
   En medio del clima que se ha vuelto desenfrenado, la avenida que conduce al puente que nos lleva de regreso a Santa Fe se convertirá, como otras veces, en una boca de lobo, y también en una especie de laguna, porque es cierto que caen dos gotas y esa zona se inunda. La avenida bordea la costanera sobre el río Salado, que separa las dos ciudades, así que siempre se desplaza un poco de tierra de los canteros, desde la barranca hacia la calle, que en realidad más que en laguna queda convertida en un pantano.
  Mi compañera me grita: “Apurate que se larga”. La sigo casi corriendo; sé que es una orden, la contraseña para salir rápido, esquivando gente que se apretuja en la salida, como en un embudo, y que se mueve lenta, arrastrando motitos y bicicletas por la misma puerta angosta por donde ella y yo debemos pasar para llegar a tiempo a su auto, a tiempo, antes de que el cielo se caiga. Salimos. El aire es frío, vuelan las hojas, basura entre las hojas y también tierra seca de la plaza de enfrente. Es viento sur, las ráfagas traen el polvo y las hojas secas desde la plaza hacia la vereda de la escuela en donde se amontonan, se arremolinan y, de golpe, se dispersan la gente, las bicicletas, las motos, que escapan de las primeras gotas.
   Resuenan en mi cabeza algunas de las frases graves que ella había pronunciado hacía minutos. Las había pronunciado después de cada silencio, como apostrofando su relato, después de haber contado sencillamente los sucesos: “Todo esto que le cuento... cada cosa que pasó... es como si hubiera hecho de mi vida un desierto”.
  Sigo a mi compañera que sube a su auto, me siento a su lado y se larga a llover. No alcancé a mojarme, pienso, y sin embargo siento la ropa húmeda, que se pega a la piel, y la sensación no es fresca sino viscosa. Mientras mi compañera trata de hacer marchar el auto, que no arranca porque al parecer se le está acabando la batería, me seco la frente con un pañuelo de papel. A través de la ventanilla la veo caminar por la vereda de la escuela sin apurarse, como resignada, bajo la lluvia reciente.
*
  Ahora debemos detenernos en el puente: una máquina está arreglando el pavimento, aprovechan este horario para hacerlo porque hay menos tránsito. Debemos detenernos durante diez, quince minutos. Inexplicablemente, a pesar de la lluvia, la máquina sigue trabajando. Miro mejor: los hombres en el puente no parecen trabajar, sino estar esperando que la tormenta pase, guarecidos unos dentro de la máquina y otros, bajo los arcos que sostienen los tirantes del puente. Mi compañera protesta entre dientes y enciende un cigarrillo. Estas cosas no suceden a menudo, aunque cada noche en que volvemos cada una a su casa (vivimos cerca y por eso ella me lleva de regreso), los pequeños inconvenientes de rutina al cruzar el puente que une Santo Tomé con Santa Fe sumen a mi compañera en una especie de cólera apenas reprimida, mientras que a mí me instalan en un hastío repetido.
   

  Para entrar y salir de Santa Fe, para cualquier lado que se vaya, siempre hay que cruzar algún puente; es como vivir en una isla. El agua dibuja formas caprichosas, a veces armónicas y otras, monstruosas, por debajo y a los costados del puente, pero yo, ahora y aquí, no las puedo distinguir. La lluvia parece amainar. Alcanzo a ver que, delante de la máquina, hay un camión viejo detenido, o tal vez sea el carro desvencijado de algún ciruja, con la leyenda: “Sólo Dios sabe si vuelvo”. Creo ver desdibujadas a lo lejos las luces de Santa Fe. Y pienso: “Varados, otra vez. Varados sobre el río”.

sábado, 4 de mayo de 2013

De las siestas de otoño

Juan José Saer
El sol de los días de abril no declina, adelgaza. Salimos a caminar
después de comer,
tranquilos, evitando la sombra fría y parándonos a cada rato
para mirar una fronda amarilla,
el ornamento de una fachada. Discutimos de sexo y de política.
Para mí, son siestas de
estatuas y de sol fino; después de muchas cuadras, las sienes
empiezan a picar.
Pasamos por la plaza de las palomas, vamos a la costanera,
nos inclinamos
sobre la baranda y miramos el río. Calculo que es a esa hora
que se achatan
y despliegan las ciudades. Me ha parecido, algunas veces,
saberlo todo sobre
 las estatuas, sobre el orín que las desfigura y las mancha,
sobre las casas viejas
que atestiguan vidas más perfectas.
Más refinada, la luz solar -a una hora precisa-,
polvorienta, es suave y omnipresente.
Nos sentamos en un banco de madera, sobre caminitos
de ladrillo molido,
para que se nos caliente la cabeza.
De golpe nos quedamos sin hablar.
Lo que llamamos el murmullo,
el rumor de los años vividos, el ruido
 de lo que recordamos, va pasando, poco a poco,
hasta que enmudece por completo.
Entonces se empiezan a escuchar
los sonidos de afuera: un auto,
lejos, el grito de dos chicos que se llaman uno al otro
 más allá del parque y de la gran rotonda
de la costanera,
o bien los chasquidos de los zapatos femeninos
 que se arrastran sobre el ladrillo pulverizado.
No conozco nada más vívido.
En el corazón -¿puedo llamarlo así?-
resuena el eco vacío de esos susurros.
Me he sorprendido, en esos momentos,
preguntándome con un pavor súbito:
"¿Quién soy yo y qué hago aquí?".
Como después cuando caminamos de nuevo
y entramos en el primer
bar la sensación desaparece,
he elaborado la teoría de que el sol
de abril que fluye en declive lento sobre las ciudades
no es saludable y de que sus efectos son parecidos
a los de la marihuana, pero más difusos.