martes, 18 de enero de 2011

De Fantasmas en el parque


De María Elena Walsh, en Fantasmas en el parque:

Lo que queda del día, lo que queda del cuerpo, lo que queda de la ciudad, lo que queda de los amores, lo que queda del alma, lo que queda de la memoria, lo que queda de ganas. En fin, lo que queda.

lunes, 17 de enero de 2011

Negro

Blanco

Gato y Capote

Kavafis

LOS CABALLOS DE AQUILES

Cuando vieron a Patroclo muerto,
tan fuerte, joven y gallardo,
prorrumpieron en llanto los caballos de Aquiles.

Su naturaleza inmortal se conmovió
al ver la obra de la muerte;
movieron las cabezas, agitaron las crines en el aire
y golpearon la tierra con sus patas.
Lloraban a Patroclo al darse cuenta que estaba sin vida,
su carne inerte,
su alma perdida, sin aliento, salida a la gran nada.

Zeus vio las lágrimas de los inmortales caballos
y se entristeció: "No debí actuar impulsivamente
en la boda de Peleo. No debí regalarlos.
Tristes caballos.

¿Qué tenían que hacer allá,
entre los desdichados humanos, juguetes del destino?
Ustedes, para quienes no existe la muerte ni la vejez,
si algún problema humano los alcanza
caerán también en la desdicha."

Sin embargo, los caballos continúan llorando
por el interminable desastre que es la muerte.

Diarios, Piglia (II)

Sábado *

Todos los días veo al viejo que sale de la casa y camina despacio por la nieve hasta el borde de la laguna. La bruma de su respiración es como una niebla en el aire transparente. Hemos conversado varias veces al cruzarnos en el camino de entrada, ha enseñado física aquí en Princeton en los años cincuenta y ahora está retirado, vive solo, su mujer murió el año pasado, no tiene hijos, se llama Karl Unger y es un exiliado alemán. Cuando llegan los patos salvajes se oye primero un ruido tenue, como si alguien sacudiera en el cielo una tela mojada. Casi inmediatamente se empiezan a oír los graznidos y se los ve venir volando en fila india y después formando una V sobre el fondo del bosque. Dan dos vueltas sobre la laguna hasta que se lanzan hacia el agua congelada y cuando se zambullen patinan con las alas abiertas y el cuello contra el hielo. Vuelven caminado torpemente, resbalan y algunos se quedan quietos con las patas como huesos muertos en la escarcha. Viven en el presente puro y cada mañana se sorprenden al chocar contra el hielo. Han perdido el sentido de la orientación. Buscan las aguas templadas del lago donde tendrían que empezar la migración hacia las tierras cálidas. Cuando veo al viejo profesor salir al jardín y atravesar la nieve y llegar hasta la laguna para alimentar a los patos salvajes que se están muriendo de frío, sé que empieza otro día que será igual al anterior.

Diarios, Piglia

Lunes *

Paso la noche internado en el Hospital de Princeton. Mientras espero el diagnóstico, sentado en la sala de guardia, veo entrar a un hombre que apenas puede moverse. Alto, ojos claros, saco negro de corderoy, camisa blanca, corbata pajarita. Le piden los datos pero él vacila, está muy desorientado, dice que no puede firmar. Es un ex alcohólico que ha tenido una recaída; pasó dos días deambulando por los bares de Trenton. Antes de derivarlo a la clínica de rehabilitación tienen que desintoxicarlo. Al rato llega su hijo, va al mostrador, completa unos formularios. El hombre al principio no lo reconoce pero por fin se levanta, le apoya a su hijo la mano en el hombro y le habla en voz baja desde muy cerca. El muchacho lo escucha como si estuviera ofendido. En la dispersión de los lenguajes típica de estos lugares, un enfermero puertorriqueño le explica a un camillero negro que el hombre ha perdido sus anteojos y no puede ver. “The old man has lost his espejuelos”, dice “and he can’t see anything”. La extraviada palabra española brilla como una luz en la noche.

* Ricardo Piglia

viernes, 7 de enero de 2011

Tierras de la memoria

Felisberto

Una noche, después de haber hecho los deberes, leí un libro en que un Bandolero iba por un camino de abedules. Yo no sabía qué eran abedules pero suponía que fueran plantas. Había dejado de leer porque tenía mucho sueño, pero iba para la cama con la palabra abedules en los labios. Después de acostado pensaba en cómo habrían hecho para ponerles nombres a las cosas. No sabía si les habrían buscado nombres para después poder acordarse de ellas cuando no estuvieran presentes, o si les habrían tenido que adivinar los nombres que ellas tendrían antes que las conocieran. También pudiera haber sido que las gentes de antes ya tuvieran nombres pensados y después los repartieran entre las cosas. Si fuera así yo le hubiera puesto el nombre de abedules a las caricias que hicieran a un brazo blanco: abe sería la parte abultada del brazo blanco y los dules serían los dedos que lo acariciaban. Entonces prendí la luz, saqué de la cartera el cuaderno y el lápiz y escribí: “Yo quiero hacerle abedules a mi maestra”. Después saqué la goma, borré y apagué la luz. Al otro día la maestra arrugaba las cejas sobre algo que yo había escrito; y era porque la frase que yo había compuesto la noche anterior no estaba bien borrada; entonces ella leía al mismo tiempo que preguntaba: “¿Yo quiero hacerle qué a mi maestra?”. Luchó un rato para sacarme la palabra abedules; pero cuando quiso saber por qué la había puesto me empaqué y ella tuvo que desistir. Entonces dijo: “¡Qué niño más raro éste!”.