Más
allá del mundo hay dragones
Beatriz Actis
Como una ráfaga,
el azote de memoria
dispensa
gestos
para un rostro
de tristeza destemplada
y de curiosidad incierta.
Quemar las naves,
hundirse con el barco.
Todo tendría
lugar
entonces.
Más allá del mundo
hay dragones.
II
Entre el sueño y la mañana
el viento avanza.
En las afueras
del aeropuerto de Bogotá,
tras ventanales
huele
a naranjas verdes
y a una luna
que asoma en las tinajas.
- ** -
Me pica la mano
- anuncia dinero -
mientras un hombre entrega a otro
con naturalidad
diez mil dólares
delante de mí
-
como si nada -
Uno de ellos se lo guarda en el bolsillo
en el medio de un pequeño recinto pobre
con cabinas de teléfonos públicos
cuando yo estoy esperando mi vuelo
en el puente aéreo
y hablan simpáticamente
entre sí
mientras tanto
de cualquier tema y no del origen
temeroso
de aquel dinero:
que qué has hecho el último domingo
qué cómo has pasado las fiestas,
que cómo te han dicho que está todo
en la ciudad de Cartagena.
Una niñita con moños
de colores
en el pelo
grita en su silla
mientras la madre ocupa
una cabina
y espía con miedo
a los dos hombres del intercambio
deshonroso de dinero,
en tanto los dos hombres se saludan
hasta el próximo domingo
como si nada,
uno de ellos se lleva los diez mil
en el bolsillo interior de su traje azul.
“Para que la gente mantenga
viva la esperanza”,
dice un muchacho y ríe
no sé de qué venía hablando, pero ríe,
tira un papel en el cenicero de pie
en el hall del aeropuerto
y se va hacia el aparcadero de
taxis.
Las voces en el noticiero de la televisión en tanto
hablan únicamente de masacres y de sicarios
y todo resulta o se vuelve familiar
y simple al lado de la idea
reiterada de la muerte.
Las caras de la espera en el aeropuerto
-
que podrían ser en absoluto
las de cualquier otro lugar de América -
son caras de tránsito y cansancio repetido.
No hay juego
no hay sueño ni alegría
en el medio de la sala de espera.
Un carro con bebidas.
“Aguardiente antioqueña”,
pide un viajero
y en la televisión
anuncian monótonamente
la masacre de indios en Antioquia.
Pienso en aquella famosa división
entre turistas y viajeros.
Oscurece temprano en Bogotá
- voy rumbo a Cartagena -
oscurece en forma leve.
Quiero dormir y partir.
Partir ya, y nada más,
mientras los espejos
devuelven
alguna fatigada
versión
de mí.
III
En Cartagena no hay relojes
-
dicen dos mujeres chilenas -
y todas las copas de todos los árboles
no aplacan la tenacidad del sol.
Más despiadada que la búsqueda
del silencio
es la búsqueda
de la sombra.
Quiero que dure,
sin embargo,
porque este aire
me llena de asombro
como una noche
de luto
o como un día
de fiesta.
IV
Temo morir de cólera
en este país
extranjero
lejano
como morían de malaria
aquellas lánguidas mujeres
inglesas
en las colonias africanas.
Pasa el
camión nocturno
de la
basura
y mezcla frituras con frutas
salvajes
de nombres sonoros,
olores amenazantes como selvas.
Una perra marrón
hace
piruetas tristes junto a su dueño,
vestida con
una capita roja y raída.
Me dan ganas de llorar.
Mendigos
piden monedas
y casi mendigos
venden de todo:
collares cigarros
pañuelos tarjetas
adornos
pulseras
flores frutos tropicales
sombreros
pájaros míticos
serpientes.
Miro la noche
y en ninguna parte hay luna.
Guitarras suenan
y trompetas y tambores,
música de vallenato.
Parca, leve,
la luz de las velas.
La luna en Cartagena
(suenan trombones)
teme la noche.
Todos niegan la peste ante los turistas,
todos, como en Muerte en Venecia,
pero en un delirio de ron y de calor.
Pocos hablan ante nosotros
o se habla de espaldas
de la guerrilla eterna de cuarenta años
y los paramilitares y las ciudades clandestinas
arrasadas en la miseria de las selvas.
iluminada
por fuegos que giran y trepan
desde las
manos de los malabaristas
hasta la
sinceridad de la noche.
Paraíso de
mutantes,
bellezas,
miedos.
Cartagena.
- ** -
Sufre la luz
Sobre cabezas miserables.
El ciego baila.
Es un desdichado.