lunes, 28 de diciembre de 2009

Verano europeo



Beatriz Actis

La primera postal llegó un domingo de junio; venía de Europa y tenía la imagen del Castillo sobre la leyenda “Praha”. Tuve miedo; miré a través de la ventana: el viento inclinaba los sauces hacia el sur. Pensé que no debería haber abierto siquiera el sobre, pero no sólo lo abrí sino que di vuelta la postal y vi la tinta negra que dibujaba algo más parecido a patas de araña que a palabras. Cerré los ojos para no leer, y con los ojos cerrados la rompí. Abrí la ventanita encristalada de la salamandra y tiré los restos al fuego. Después la miré arder. La segunda llegó un mes después: era la Torre Eiffel recortada en un cielo nocturno de fuegos artificiales. La di vuelta, las patas de araña dibujaban: “Le 14 juillet, jour de la fete nationale...”; salté con la mirada hasta las letras impresas: “Paris - Cartes, 10 - Rue Saint Marc - 75002 Paris”. Esta vez me emocionó; cuando era adolescente estudiaba francés, aún conservo el “Manual Amador” de Sopena. Repetí varias veces en voz alta la dirección; después la arrojé al fuego. El sobre, como el primero, no tenía remitente. Durante todo julio me sentí deshauciado.
El lugar en que vivo está en las afueras de Sauce. Sauce es un suburbio de Santa Fe, un pueblito perdido sobre el río; yo vivo en el suburbio del suburbio. Aquí el viento y el frío se padecen más que en la ciudad; el techo de chapa de mi casa se sacude con cada ráfaga como la vela de un barco. Ese invierno la sudestada inundó las quintas cercanas a la costa y convirtió los bañados en lagunas. Por aquellos días leí en la página de ciencia del diario que la causa del viento es el sol porque calienta la Tierra y ésta, el aire que la rodea; después el aire caliente se dilata, se hace más liviano y sube, dejándole su lugar al aire más pesado y frío. Etcétera. Un domingo tomé mi vieja cámara Voigtlander y me paré al costado de la ruta a esperar la “L” amarilla que lleva a Santa Fe; en medio del viento que sacudía los sauces añoraba algo que nunca había vivido, lugares en donde jamás había estado. No pensé en la bruma de París o en el cielo gris de Praga; no pensé en el calor pegajoso de Santa Fe de octubre a abril. Extrañaba con desesperación y con amargura el tibio sol del verano europeo. Una hora después estaba en Santa Fe, parado en la costanera, frente a los restos del Puente Colgante. Creí recordar que lo había construido un ingeniero suizo o francés. Me acomodé de espaldas al brillo difuso del sol y saqué una foto del primer tramo, el único que sobrevive de la estructura de metal. Crucé hasta la otra orilla; desde la playa de enfrente, le saqué otra foto a los restos del puente; imaginé un ejército de muñecos a cuerda o de autómatas caminado por la planchada, en el inicio intacto del puente, hasta el lugar en que abruptamente se corta; los autómatas cayendo uno tras otro en el precipicio, ahogándose uno tras otro en el agua marrón infestada de camalotes. Al día siguiente las revelé: estaban fuera de foco; elegí la más nítida y la guardé adentro de un sobre. Una tarde lluviosa de agosto tomé coraje: escribí en el sobre la dirección completa de la rue Saint Marc y, después de consultar mis viejos libros de francés, garabateé en la postal un saludo formal seguido de una firma ilegible. Cerré el sobre pasando la lengua por los bordes; el gusto de la goma me dio arcadas. Por la mañana despaché la carta en la estafeta de Sauce. La empleada leyó “París” y me hizo un comentario entre admirado y rencoroso. Sonreí vagamente. Volví caminando por la banquina. La ruta corre paralela a la autopista, pero los camiones se desvían porque en la autopista deben pagar peaje. Siempre bordeando la ruta poblada de camiones que cada tanto hacían sonar sus bocinas prolongadas y graves, llegué a mi casa. Me sentía cómplice de algún suceso clandestino.
La tercera postal también fue de París (de alguna manera, comprendí que Praga era un lugar de tránsito). La foto mostraba la iglesia de Saint-Germain-des Prés que escondía su silueta tras los árboles. Con una mirada rápida (furtiva) esquivé las patas de araña, que rechinaron en el fuego de la salamandra. Tomé la cámara, corrí hasta la ruta, subí a la “L” y ya en Santa Fe recorrí la ciudad vieja. Fotografié la catedral, los tres museos, el monumento a Garay en el Parque del Sur, el frente del Colegio de los Jesuitas. Una vez reveladas, ninguna de las fotos me conmovió.
En esos días (era mediados de agosto) recibí la primera contestación. Al ver el sobre, temblé pensando que se trataba de otra postal. Lo abrí con temor, la letra redondeada y prolija me tranquilizó. La firmaba un tal M. Puyade, de “Paris - Cartes. Editions Lyna - Paris”. Logré traducir que devolvía mi foto porque no lograba comprender a quién iba dirigida, y que en tal caso a la firma que él representaba no le correspondía retenerla. Miré las ruinas del Puente Colgante que amablemente me reintegraban los franceses. Esa foto había cruzado dos veces el océano y ahora navegaría en el interior de la salamandra. La calma no duró: a fines de agosto llegó la de la “Place des Abbesses”, blanca y verde rodeando el cartel de “Metropolitain” en la entrada del métro, el revés blanco adornado con varias filas de patas de araña. Pensé: “Acabará el verano”.
Decidí fotografiar el Monumento a Monzón en Santa Fe. La estatua es alta como un faro, de piedra porosa y gris; el boxeador tiene los brazos en alto y el cinturón de campeón pintado de todos los colores. La base está cubierta de velas y botellas y algunas flores de plástico que la gente le deja, como a una virgen. De frente da risa, de costado da miedo, en conjunto provoca piedad. ¿Podría transmitir esos sentimientos a través de una fotografía? Saqué varias, elegí finalmente una de perfil, la mole recortada entre los árboles, con el agua marrón al fondo; algo en común con la foto del puente.
La segunda respuesta de M. Puyade llegó muy pronto, me devolvía la foto del boxeador y repetía los términos de la anterior. Saqué una serie de tomas del río: solo y quieto cuando amanece; con botes de pescadores y camalotes de flores azules al mediodía; fluyendo entre los restos de un rancho inundado al atardecer. M. Puyade las devolvió una a una. El tono de sus cartas, y no sólo sus palabras, iba cambiando; ya no era impersonal y amable, se lo notaba más comprometido y quizás levemente exasperado. La última era escueta, decía una vez más que no le correspondía recibir aquella foto; inexplicablemente terminaba escribiendo: “Amitiés” y firmaba de un modo familiar: “Luc”. Su letra redonda y clara me inspiraba confianza. Fui hasta la ruta, me ubiqué en la banquina de espaldas al sol tibio de septiembre; fotografié camiones y la “L” amarilla que ruidosamente pasaban a mi lado. Atrás se insinuaba algo inapresable en una foto: la llanura.
La siguiente respuesta de Luc llegó a los veinte días (aquí ya es primavera). La postal de Luc es del Pelourinho y lleva escrita una especie de plegaria para el Senhor de Bonfim; no tiene sentido que le siga enviando mis fotos a París. La dirección en Brasil es: “Ladeira do Carmo, 29 - Salvador - Bahía”; me cuesta recordar el portugués, copié la dirección antes de quemar la carta. Son éstas las últimas veces en que enciendo la salamandra contra los vientos fríos de la costa. Ya no más postales europeas.
Tomo la foto final: es del jacarandá que está en la puerta de mi casa, y que ahora tiene unos brotes verdes y redondos como botones. Se la mando a Luc a Bahía, pronto, antes de que siga bajando por el mapa, antes de que se acerque demasiado. Le escribo en castellano: “Luc: Nunca has visto un jacarandá”. Pienso: “O al menos, nunca ha escuchado ese nombre”. Mientras despacho la carta en la estafeta de Sauce ante la empleada que ya no se sorprende por los destinos extranjeros de mis cartas, me consuelo por última vez: “Al menos, le costará pronunciar jacarandá con jota española”. Reviso el remitente. Mi letra no es clara, parecen patas de araña y no letras, pero aún así - pienso satisfecho - Luc podrá leer una vez más mi dirección correcta en las afueras de Sauce, para que no le queden dudas sobre el destino final de su viaje. Quizás en estos días llegue su carta desde Montevideo o, aun, desde Buenos Aires. Quizás intente escribirla en un tímido castellano enrevesado. Por ruta o por aire, e incluso en algunos tramos por ferry, Santa Fe está a algunas pocas horas de Montevideo. Tan cerca del mundo como cualquier capital europea.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Catálogo de juguetes


Sandra Petrignani

Barrilete

Era un juego otoñal. Iban juntos, grandes y chicos, por las colinas. Uno de los grandes conducía las operaciones y sostenía el cordel, aflojando cuando resultaba demasiado tieso, tirando y enrollando si era lento. Todos corrían...

jueves, 17 de diciembre de 2009

Dice Darwin


“En San Nicolás -dice Darwin- he visto por vez primera el magnífico río Paraná. Al pie del cantil (barranca) donde se levanta la población citada había anclados algunos grandes navíos. Antes de llegar a Rosario cruzamos el Saladillo, corriente de agua cristalina pero demasiado salobre para ser potable. Rosario es una gran ciudad, edificada en una meseta horizontal levantada sobre el Paraná unos dieciocho metros. El río aquí es muy ancho y tiene numerosas islas, bajas y frondosas, como también la opuesta ribera. La vista del río parecería la de un gran lago, a no ser por las islitas en forma de delgadas cintas, únicos objetos que dan idea del agua corriente. Los farallones constituyen la parte más pintoresca; unas veces son del todo verticales y de color rojo, y otras se presentan en grandes masas hendidas, cubiertas de cactus y mimosas. Pero la verdadera grandeza de un río inmenso como éste deriva de constituir un importante medio de comunicación y comercio entre los países por donde pasa, de la vasta extensión de su comarca y del vasto territorio que avena la mole inmensa de agua que arrastra en su curso. Por espacio de muchas leguas al norte y sur de San Nicolás y Rosario el terreno es realmente llano. Todo cuanto los viajeros han escrito sobre su perfecta horizontalidad apenas puede tildarse de exagerado. Sin embargo, nunca hallé un sitio donde echando una mirada en torno mío dejara de ver los objetos a mayores distancias en unas direcciones que en otras, lo que prueba manifiestamente la desigualdad de la llanura”.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Auden

W. H. AUDEN


Detengan los relojes, desconecten el teléfono,
denle un hueso jugoso al perro para que no ladre,
callen los pianos y con ese tamborileo sordo
saquen el féretro, acérquense los dolientes.

Que los aviones sobrevuelen quejumbrosos
y escriban en el cielo el mensaje: ”Él ha muerto”.
Pongan crespones en el cuello de las palomas callejeras,
que los agentes de tránsito lleven guantes de algodón negro.

Él era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,
mi semana de trabajo y mi domingo de descanso,
mi mediodía, mi medianoche, mi charla y mi canción.
Creí que el amor perduraría para siempre. Estaba equivocado.

Ya no hacen falta estrellas. Apáguenlas todas.
Envuelvan la luna y desarmen el sol.
Desagüen el océano y talen los bosques
porque de ahora en adelante nada servirá.

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Stop all the clocks, cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crêpe bows round the white necks of the public
doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.

Carver / Rosario

Jockey Club
Raymond Carver


(...) Y pasó tal cual lo acabo de contar.
Me llevé el recuerdo a Nueva York
y más allá. Me lo llevé donde quiera que fui.
Todo el camino hasta aquí, hasta la terraza
del Jockey Club de Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho río
que devuelve la luz de las abiertas ventanas
del comedor. Me quedo fumando un cigarro,
escuchando el murmullo de los socios
y sus mujeres adentro, el leve sonido
metálico de los cubiertos contra los platos. Estoy vivo
y bien, ni feliz ni infeliz,
aquí en el Hemisferio Sur. (...)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Bajan

Shepard otra vez

Si todavía rondaras por aquí
te tomaría
te sacudiría por las rodillas
te soplaría aire caliente en ambas orejas

Tú, que podías escribir como una Pantera
todo lo que se te metiera en las venas
qué clase de verde sangre
te arrastró a tu destino

Si todavía rondaras por aquí
te desgarraría hasta meterme en tu miedo
te lo arrancaría
para que colgara como un pellejo
como jirones de miedo

Te daría la vuelta
te pondría de cara al viento
doblaría tu espalda sobre mi rodilla
masticaría tu nuca
hasta que abrieras tu boca a esta vida

(31/1/80 - Homestead Valley, Ca.)

sábado, 5 de diciembre de 2009

Leguizamón

Bianco


José Bianco
Beatriz Actis


José Bianco fue un intelectual notable no sólo por sus traducciones, su trabajo como secretario de la revista “Sur” y su influencia real aunque no debidamente reconocida sobre contemporáneos y sucesores, sino por la articulación entre sus ensayos, en los que teoriza sobre ficción y realidad, y su obra narrativa. Pero también fue un escritor secreto, con largas zonas de silencio y un lugar excéntrico en la literatura argentina en lo que hace a la consagración literaria. La literatura de nuestro siglo, y esto es característico en sus inicios, transita nuevas posibilidades de exploración de la conciencia. Henry James (de quien Bianco es considerado por muchos un epígono) propone una literatura en que las relaciones interpersonales se disponen sutilmente en una trama donde los diversos puntos de vista configuran una visión compleja, plural y a la vez ambigua de los conflictos, en ámbitos dominados por una tensión misteriosa, y donde el significado de los hechos se resuelve en sentidos diversos y muchas veces opuestos. La llamada novela de la ambigüedad se propone la estructuración provisional de un universo indeterminado y abierto, cuyos núcleos de significación dependen fundamentalmente de cierto tipo de lectura, de cierta particular reconfiguración de los elementos propuestos.
Si bien los relatos de Bianco suelen construirse a través de mecanismos de la ambigüedad análogos a los mencionados, este autor es mucho más que el discípulo argentino de James. Es el creador de una prosa original y sutil, de un estilo que Borges ha llamado clásico, y en su obra las dificultades implícitas en el abordamiento de lo real parecen llevarlo a reformular la dialéctica clásica: Apariencia - Verdad a través de la recurrencia significativa del enigma. Dice el autor: “La literatura se ocupa de un acontecer imaginario que está integrado por elementos de la realidad, único material de que dispone para sus creaciones. Por eso la imaginación, que descifra e interpreta el enigma de la realidad, deberá mostrarse muy atenta a ella. El novelista, el cuentista, es un destinado, un consagrado a la atención. Esta actitud paciente, receptiva, le permitirá moverse con soltura en el acontecer imaginario, entablando con la realidad un diálogo ameno y provechoso en el cual lleva la delantera. El escritor, en suma, olvida la realidad para darnos su esencia”. El intento por develar el enigma -así, sustantivado- funciona como mandato para el autor (la escritura ante el enigma de la realidad) y para el lector (la lectura ante el enigma de los significados del texto). En la obra de José Bianco el enigma se construye como funcionalidad textual: en La pequeña Gyaros (relatos, 1932), el enigma es límite entre la realidad y el deseo; en Sombras suele vestir (novela, 1941), la reacciones provocadas ante el enigma fundan el relato; en Las ratas (novela, 1943), la conciencia narrativa se orienta hacia la resolución del enigma; finalmente, en La pérdida del reino (novela, 1972), el enigma importa en sí mismo.
Si el sentido de la literatura no es unívoco, si toda literatura -se trate o no de la narrativa de la ambigüedad- posee un carácter plural porque propone un universo provisional y abierto, cuyos núcleos de significación se resuelven en la lectura de manera diversa, es evidente que la recurrencia significativa del enigma no agota los sentidos de la obra de Bianco. “... Pero quizás - confesaba el autor - yo prefiero los cuentos que admiten dos interpretaciones, una racional y otra sobrenatural. Son cuentos que parecen enriquecer el mundo; hacen que la realidad, como creía Chesterton, sea más extraña que la ficción...”.
Hay en Bianco una impotencia y un intento -vano- de mediaciones (Enrique Pezzoni señala que en Bianco se repite una imposibilidad del ser humano: la del contacto con la persona querida, y que los protagonistas se valen siempre de un intermediario). Hay zonas transparentes de algo así como un ‘fantástico cotidiano’ que lo acerca a Felisberto Hernández. Hay, en fin, el íntimo, infinito placer de dejarse deslizar por los climas, por la emoción, por el sutil horror de sus criaturas, y también por intentar develar cómo la literatura entrecruza modelos, lenguajes y sentidos para entregarnos el enigma de una ambigua seducción.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Dos patrias

Dos patrias
José Martí

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
que en la mano le tiembla! Está vacío
mi pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. Ya es hora
de empezar a morir. La noche es buena
para decir adiós. La luz estorba
y la palabra humana. El Universo
habla mejor que el hombre.
Cual bandera que invita a batallar, la llama roja
de la vela flamea. Las ventanas
abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa ...