domingo, 5 de agosto de 2012

Diario de viaje

(Contratapa de "Rosario 12" - 1ro./8/2012) - Beatriz Actis

DIARIO DE VIAJE

Románticos en Roma
  Era difícil –después, sentados ya en un cafecito bullicioso cercano a la plaza- olvidar la máscara mortuoria al lado de su cama. Keats vivió poco tiempo en Roma y allí murió, en aquella casa de la Piazza di Spagna, al lado de las escalinatas que llevan a la iglesia de la Trinità dei Monti,  casa convertida hoy en museo. Cuando en Inglaterra su tuberculosis se agravó sensiblemente, los médicos le aconsejaron que se alejase del frío y marchara hacia el clima benévolo de Italia; Keats partió a Roma, invitado por su amigo Shelley.
   Llegó a la ciudad en noviembre de 1820 y durante un año pareció mejorar, pero en febrero del año siguiente murió en la misma casa en que residía. Se cumplió allí con la tradición funeraria de capturar el rostro del muerto ilustre a través de una máscara, para preservar –y honrar- la memoria visual y táctil de su cara. (Como un ejemplo cercano, en el Palacio San José, en la Sala de la Tragedia, se exhibe en una vitrina la máscara mortuoria de Justo José de Urquiza).
  En honor a Keats, Percy Shelley escribió “Adonaïs”. La “Casa Keats-Shelley” reúne recuerdos de los dos poetas: manuscritos, primeras ediciones, retratos pintados por artistas diversos. A principios del siglo XX, la vivienda fue restaurada para convertirla en un memorial; durante la Segunda Guerra, se la camufló para eludir los bombardeos y los objetos que había en ella fueron enviados a una abadía, ocultos para que no fuesen destruidos, y se restituyeron en el 44. Pero hay otra casa emblemática.
  Es en donde vivió el poeta durante los dos años anteriores a su viaje final a Italia y está en Hampstead Heath, en Londres, rodeada por jardines; también hoy es un museo.  
   Llegamos ya tarde, había terminado el horario de visitas vespertinas, pero no habían corrido las cortinas –o no había cortinas- y el interior de la vivienda estilo Regencia estaba iluminado; atravesamos el jardín y rodeamos la casa, espiando a través de los vidrios, casi encaramados, siempre absortos.
   Ésa era su residencia cuando John Keats escribió  “Oda a un ruiseñor” y allí se guarda aún el anillo de compromiso que le dio a su amada Fanny Brawne (Jane Campion filmó en 2009 la inmensa historia de amor de la pareja: “Bright star”). Era noche temprana, en otoño oscurece muy pronto por aquellas regiones, y rondábamos la casa de Keats como espíritus nocturnos, como sombras románticas nosotros mismos.
  El poeta ya no se fue de Italia: está enterrado en el cementerio protestante de Roma, cerca de Percy Shelley, y sobre su lápida austera se lee el célebre epitafio: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». (Se dice que Shelley fue encontrado muerto con un libro de poemas de Keats en el bolsillo).
Kafka y  el río
   Como quien cuenta ovejas en una noche de insomnio, pensábamos qué casas de qué escritores habíamos conocido. En el ranking arbitrario de recuerdos, se imponía en el primer lugar la casa de Kafka en el Callejón del Oro, en Praga, seguida de la casa de Horacio Quiroga en la selva de Misiones (o en orden inverso).
  El Callejón del Oro es una calle estrecha y breve situada en el interior del Castillo; así se llama porque en el siglo XVII la habitaron orfebres, aunque su función inicial fue la de albergar a los guardianes del Castillo. Entre las pequeñas casas del Callejón inmerso en la fortaleza se destaca la número 22, en  donde vivió Kafka entre 1916 y 1917.
  Hoy, en las casitas del Callejón del Oro hay negocios que venden marionetas, libros, recuerdos de “Praha”. Allí compré una rara biografía de Kafka que en un momento lo describe, joven, remando en un bote por el Moldava, el largo río que atraviesa la República Checa. Esa fue, para mí, una nueva imagen del escritor: atlético, participando de la vida de la naturaleza, ¿tal vez feliz?
  Es conocido que al autor checo Bohumil Hrabal (que escribió “Trenes rigurosamente vigilados” y "Yo, que he servido al rey de Inglaterra") se lo llamó “el Kafka que ríe”. Por obvia oposición, la imagen de la literatura kafkiana es muy otra y, sin embargo -perdida aquella vez en las sinuosidades leves del Callejón, en el Castillo- imaginé a Kafka remando, riendo, en el Moldava.

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