Carta inconclusa a Juan L. Ortiz bajo la noche de Gualeguay (Alfredo Veiravé) |
Ahora estás bajo la noche de nuestro pueblo –estrella de la
luz de la noche, y está bien que así sea, Juan, porque
ese fue tu mayor deseo durante tu larga vida.
Ahora estás bajo la tierra de Gualeguay que es liviana para tus
anhelos de danzarín del alba, el parque y el río,
escala alada que no tiene nombre sino simplemente
algunas repeticiones
como la flor del aromito
como el grito del chingolo
como el darse la mano de dos
hombres sociales
como el hilo de las enredaderas
como el campo de la Carmencita,
como aquellas palmeras donde anidaban para ti los
pájaros ruidosos al caer la tarde.
Toda una red de sensaciones de percepciones de motivos
aéreos, que dejaste para la perfección de otros
genes animales donde soñarán en el sueño
hasta reconocerse
la delicada sombra de una perfección
humana, el sabio conocimiento de la
vida.
A veces sientes, me dices, las tropillas del viento por
las cuchillas
de Victoria, las verdes quintas de Gualeguay,
el murmullo del agua que rompe toda su red melódica
en un sauce; el grito de las ranas en el costado de
los ranchitos.
Pero he aquí que advierto que ahora lo estoy tuteando
como usted me pedía siempre y en verdad jamás
pude saltar ese
puente de los pronombres, ¿sabe por qué? porque
desde mi adolescencia
sentí a su lado que estaba en presencia de la poesía
misma,
sagrada, mistérica, tan profunda que se nos hacía
casi insoportable en los vértigos de las profundidades,
que usted, usted abría con su mano huesuda
moviéndose en el aire
de Paraná, frente al Parque Urquiza,
que a veces recorríamos y donde usted me hacía sentir
o escuchar o percibir aquella “brisa del otoño” que
en pleno verano se había refugiado entre la fresca
sombra de los árboles, según el movimiento de las hojas.
¿Cree Juan que yo percibí su muerte cuando usted murió?
aunque estaba en esos minutos
últimos, muy lejos, casi en
otro continente.
¿Y creerá que esa misma noche de septiembre algunos amigos
me vieron salir de su casa de Paraná?
¿Y que, finalmente, Gerarda fue a ocupar la misma
casa donde
yo nací, frente al viejo correo de Gualeguay, y donde ella
había colocado su cabeza flotante de yeso?
Por supuesto que no solamente creerá estos milagros del azar
o de la mente, sino que los explicaría orientalmente,
como lo hace un maestro zen
con el silencio.
Pero volvamos a esta noche bajo la cual usted
duerme el sueño de los justos, de los bienaventurados.
Una noche sobre la cual mañana caerá la luz rosada
del amanecer
“cuando el cielo palidece y se franja”
y sus gatos y su perro Prestes y sus jacarandaes despierten
cuando los toque con sus dedos finos y comiencen otra vez
a hablarnos desde las corrientes de las profundidades
en esta conversación interminable,
en el “aura” de nuestro paisaje.
“Aura” como usted la llamaba y que era un resplandor,
un tipo de conocimiento sobrenatural
en dos espacios al mismo tiempo, uno que provenía
aparentemente, de lo real,
y otro del alma que se desplaza en sueños
o en vigilias trascendentes como la suya.
Ahora comprendo Juan que aquella aparente manía de
su letra liliputiense
no era sino la leve pisada de un insecto mágico
que deslizaba ideogramas, interrogaciones,
aptos para un idioma del susurro o ese cantito que usted
murmuraba entre nosotros,
antes de abrirse
hacia el mundo.
Qué sentido homenaje a Juan L. Ortiz. Me hizo pasear nuevamente a Entre Ríos.
ResponderEliminarGracias.