Habla Isadora Duncan (Niza, septiembre de 1927)
Beatriz Actis
Nací
a la orilla del mar. Mi primera idea del movimiento y de la danza me ha venido seguramente del ritmo
de las olas. Lo he confesado en mis memorias.
Cuando
niña, me gustaba caminar despacio por la playa, tratando de que mis pies —que
algunos, años después, llamarían “mis alas”— no se lastimasen con los caracoles
que cubrían la orilla. Miles y miles de conchillas de todos los tamaños,
algunas enteras y otras rotas en trozos más grandes o más pequeños, azuladas,
blancas, amarillas, rosadas y verdes que a lo largo de los años se habían ido
depositando de manera dispersa sobre la orilla del mar. Pensaba: Como una
alfombra en la entrada de un salón de baile gigante.
Las emociones se expresan a
través de los movimientos del cuerpo, fluidos y libres.
Ellos —los otros— no solo lo saben sino que también lo sienten
ante mis brazos, piernas y pies desnudos, ante mi torso cubierto únicamente por
una túnica fina, ante mi cabello suelto en la escena. No es mi cuerpo el que
baila sino mi esencia.
De vez en cuando, un sector
secreto de aquella playa de infancia, sin caracoles y repleto solamente de
arena, me permitía descansar de la cuidadosa marcha de mis pies. En esas zonas
de arena húmeda podían verse muy nítidas las huellas de las aves marinas. Yo
pisaba una a una aquellas huellas con mi propio pie y comparaba la marca de las
aves (delgadas líneas, a veces, con forma de flecha) con mi propia marca, y las
pisaba con cuidado, como sobrevolándolas, al ritmo de la música de la marea.
Danzaba ya junto a las olas. Ellas danzaban a través de mí.
Alguna vez, cerca de la playa, mis vecinos me
vieron —yo era una niña solitaria—
creando movimientos con las manos y los pies, como si estuviera
escuchando música clásica acompañada en el piano por las manos acompasadas de
mi madre. Yo representaba los movimientos
del mar. Imaginaba una danza marina y a la vez terrena y a la vez celeste.
Una danza nueva.
He sido —lo soy— una mujer irreverente que baila descalza.
He sido —lo soy— una mujer irreverente que baila descalza.
Han dicho ellos —los otros— sobre mi arte sin maquillaje que es original y apasionado. Que rindo culto al rito y a la naturaleza
del cuerpo. Me han llamado —han dicho de mí—: Espíritu libertario.
Entonces,
cuando era niña, en las playas de California, bailaba al ritmo del mar en tanto
observaba a un barco que se interponía entre mi vista y el horizonte. Y
estallaba de curiosidad ante los modos de pescar de los pescadores en el vaivén
de sus botes a merced del viento, alejados de las costas. Y esperaba –el
cuerpecito expectante- la llegada repetida de las olas. Y sentía ante la
inmensidad del Pacífico lo que años después iba a escribir en mi autobiografía:
No puede ser bello aquello que es contrario a la naturaleza.
— Mi nombre original —aunque no verdadero— es Ángela, pero desde pequeña me bauticé a
mí misma como Isadora.
Crucé otro océano para conocer Europa. Estudié los movimientos de la
danza griega en jarrones de la época clásica conservados en el Museo Británico
de Londres. Compré en
Atenas la colina de Cópanos para construir un templo de la danza.
Atenas la colina de Cópanos para construir un templo de la danza.
Pagana. Me han llamado pagana.
Mis dos niños están quietos en sus tumbas de ahogados. Los devoró el
Sena. Los ríos devoran con su muerte quieta. A
mí, en cambio, me da la vida el mar, con su sed de movimientos y de fragancias
rítmicas. Miro alrededor: el mundo exhala un vaho, como un mensaje. Mi cuerpo
debe transmitirlo. El día explota en sonidos y en aromas y en colores. El sol o
la luna empalidecen. Algo va a cambiar. No me detengo. La vida es
movimiento, a pesar del dolor, del
horror del fondo del río inmóvil.
Mi cuello desnudo es rozado apenas por el
largo chal rojo, rojo como el color de la Revolución. Mis brazos desnudos, mi cabello suelto, como
al salir a escena. El mundo es un teatro
al aire libre, pero ellos —los otros— apenas lo comprenden. La libertad de correr libre por la carretera
en un auto a toda velocidad, como surfeando sobre las olas, como navegando,
como flotando sin temor a la asfixia o al final o al ahogo.
La vida siempre será más de lo que uno
imagina.
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