sábado, 23 de junio de 2018

ENERO


Diario de ciudad
Enero

Beatriz Actis


  Esa mañana salió temprano y en la vereda, yendo para el río, encontró pintada, con aerosol blanco, esta frase: "Por tener". La intrigó. Al mediodía, volviendo por la misma vereda pero desde el centro, fue leyendo sobre las baldosas lo que faltaba: cerca de la esquina, "No hace falta que te diga". De modo previsible, a mitad de cuadra: "Que me muero". Siguió caminando, en vez de volver a su casa, pero no encontró: "Algo contigo".
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   Terminaron la ceremonia del mate; cargaron termo, yerba, todo, y fueron hacia el lado del río. Volvían las familias después del domingo de sol, se despoblaba el parque, un barco pasó, iluminado: llevaba la inscripción "Antonia C.". Y la luna en medio de un cielo extrañamente azul. 
Un picnic de vampiros.
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   Noche, cine y espacio de arte, un clásico de fines de los setenta. Piensa: Volver a verlo en la sala, en la pantalla gigante. ¿Y quiénes pueden estar ahí, qué otros, en medio de la noche urbana? 
Dos señoras que, cuando aparece una joven Meryl Streep, preguntan: ¿Es ella, es ella? 
Dos chicos que dejan las tablas de skate o longboard en el asiento de al lado.
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  Parafrasea: Un hombre pasa con una res al hombro. Desde la ventana del bar, ve la danza viril del operario vestido de blanco, con la media res sobre el hombro, que esquiva los autos y logra atravesar la calle para marchar después por la vereda, esquivando transeúntes esta vez, hacia la carnicería que está a mitad de cuadra. Parece una escena de otra época o de otro lugar (un viejo mercado en las afueras, en la ciudad con su memoria de frigoríficos; una foto en blanco y negro de Cartier-Bresson, o algo por el estilo) pero en el centro, y actual. Mira el reloj y sale del bar. Hacia la izquierda, la barranca y el río, la tentación de caminar en las orillas de ese tumulto que es el Paraná; hacia la derecha, algunas cuadras más y entrar al cine, con sus solitarios de la media tarde. A alguno de esos dos lugares irá.

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   En la pared lateral de uno de los edificios de la vereda de enfrente alguien proyectó un video musical en blanco y negro. Se veía perfecto a la altura del piso diez, parecía una fantasía fragmentada de Times Square en pleno Litoral. Se asomó al balcón tratando de averiguar desde qué departamento lo estaban proyectando; desde otros balcones alguna gente se asomaba también a contemplar. Fue una situación extraña: el paisaje nocturno del barrio en las alturas cambió, y fue para bien, pensaría después. Cuando el proyector se apagó, dejó un pequeño vacío: solo la noche.
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   Cuando la mañana es venturosa, es decir, cuando el clima se ha vuelto agradable y no azota el calor, la gente del barrio desayuna en la vereda del bar; la más codiciada es la primera mesa al lado de la calle, la que mira hacia el río. A lado pasan los autos; los que doblan casi rozan a los parroquianos y así recuerdan que eso es el centro. Sin embargo, al levantar la vista, dos cuadras más adelante, por el declive de la calle se observa el Paraná, como en esa zamba de Dávalos y Falú que dice "busco al fondo de la calle un cerro", aunque al revés, en verdad, porque allí el poeta no encuentra el cerro y acá sí, acá en el fondo de la calle hay río. No es raro que cada tanto, incluso, pase un barco y en el asfalto se prolongue la ilusión de autos que marchan enfrentándose con mástiles de grandes buques extranjeros que van hacia el puerto o velas blancas de embarcaciones más pequeñas. Es la zona en que se produce esa extraña convivencia de río y ciudad en un par de cuadras, y el bar, desde su esquina, tiene una visión privilegiada. La mesita de lata es un observatorio, un Finisterre enclenque al que a veces hay que ponerle varias servilletas dobladas para que no se mueva y se derrame el café.
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     Hoy le tocó en el centro un taxista poético: mostró a la pasajera, entusiasmado, el arco iris y también hizo un recuento de los últimos que habían aparecido, incluso uno doble, después de las temibles lluvias del verano. La pasajera se contorsionó en el asiento trasero del taxi para verlo, grácil y a la vez escurridizo entre la copa de los árboles.
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    El relojero, muy joven, heredó el oficio de su padre y atiende en un local diminuto de la galería. Hace largo tiempo tiene en arreglo un despertador que le dejó la vecina; lo arma y lo desarma. Ella lo llevó porque se había roto la perilla de atrás, que se corre al marcar la hora en que uno quiere que suene. Pero él le fue encontrando defectos. Parece que cambió la perilla pero después el reloj atrasaba y después adelantaba. Así, desde hacía meses. La vecina aclaró que podía acostumbrarme a una diferencia de cinco minutos más o cinco minutos menos. El joven relojero no lo aceptó. Entonces ella pasa cada dos o tres días por la galería, se asoma y le pregunta: ¿Cómo anda el reloj? "Está afuera", dice él (y quiere decir que está desarmado). En general lo está probando, o eso parece. Al principio le  decía que pasara “la semana próxima”; después, la fecha de entrega se convirtió en  un vago "un día de estos". Igual, la vecina pasa siempre.
Una mañana, el  relojero dice: "No, es que me quedé dormido". La vecina hace una exégesis: quiere decir que lo probó y el despertador no sonó. El joven añade: "No quiero que eso le pase al cliente". Antes de irse, la vecina cree que su obligación es preguntar: ¿En qué horario fue? "A la tarde", dice el joven. Ella comprende que es un reloj que falla a la hora de la siesta.
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  El señor de barba y edad indescifrable que duerme en el portal de la esquina está sentado, quieto. Hace algo con las manos que no se alcanza a ver desde el interior del bar. Se levanta, cruza la calle y, en uno de los paneles que bloquean la vereda (hubo un derrumbe en un edificio), cuelga una guirnalda de papel. La mujer, que es habitué del bar, saca una conclusión innecesaria por lo evidente: el hombre de barba no tiene casa, la calle es su lugar, e hizo una guirnalda para adornar el barrio. Un gesto poético, piensa desde su silla, delante de un café, y siente que ella mismo está cada vez más desesperada. 
 
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