viernes, 27 de octubre de 2017

Criaturas de los mundos perdidos

    De Criaturas de los mundos perdidos (editorial Homo Sapiens - Colección La flor de la canela):
    Ciudad de Césares. Ciudad de errantes.
    CIUDAD DE CÉSARES. Lo que Juan de Garay pensaba en aquella época, al igual que muchos de sus contemporáneos, era que la Ciudad de los Césares estaba en la cordillera de los Andes, a orillas de un gran lago, entre un cerro de diamante y otro de plata.
    Las cúpulas de sus torres de piedra labrada brillaban porque estaban hechas de oro macizo, al igual que los techos de las casas, el pavimento de las calles y hasta las ollas, los cuchillos y las rejas de los arados.
    Las tierras que rodeaban aquellas construcciones eran –todos así lo pensaban y lo soñaban- increíblemente fértiles.
    Algunas versiones ubicaban a la ciudad en un claro del bosque y otras, en cambio, señalaban que estaba situada en el medio del lago y que poseía como único acceso un puente levadizo, como los castillos de la Edad Media.
    Las campanas de los templos se escuchaban a lo lejos y de ese modo alertaban a los viajeros sobre su rumbo, como una brújula sonora.
    Sus habitantes eran tan pero tan ricos que en sus casas reposaban sobre asientos de oro.

    CIUDAD DE ERRANTES. Los hombres y las mujeres de la Ciudad Errante hablaban un idioma ininteligible para los conquistadores españoles e incluso para los aborígenes del lugar.
    Eran únicos y diferentes en toda la Patagonia, que era su reino.
    Los españoles que la conocieron la llamaron Ciudad de los Césares no sólo porque les recordaba el esplendor de la Roma Antigua sino porque en el viaje realizado por Sebastián Gaboto por los territorios del sur hubo un capitán, Francisco César, que partió del fuerte español de Sancti Spiritu, a orillas del río Paraná, en la desembocadura del río Carcarañá, y llegó a aquel lugar encantado.
    Cuando volvió al fuerte, lo halló destruido, pero cuando quiso volver a la Ciudad que lo había embelesado, murió en el camino y se llevó a la tumba su secreto: cuál era la ruta para llegar hasta ahí.
    Antes de sucumbir, de Francisco César El Español brotó un único pensamiento: “¿Qué hago con mi desesperación? Está atardeciendo y apenas se sobrelleva la noche. ¿Adónde estás, Ciudad?”.
    De este modo, nunca pudo ser hallada la urbe fabulosa ni por los más intrépidos exploradores ni por los más audaces aventureros y ni siquiera por los viajeros más soñadores.

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