sábado, 15 de noviembre de 2014

Cecilia Echecopar: Taller Literario 2014



 Cecilia Echecopar - TALLER LITERARIO (2014)

La tormenta

   El 20 de febrero de 2013 hacía un calor de plomo. El cielo parecía estar a pocos metros del piso, a punto de derrumbarse. Mientras tanto, todo se había  detenido. Hasta los ruidos sonaban más apagados, como con diley. Una calle polvorienta en un barrio olvidado de casas viejas con paredes descascaradas o jardines famélicos se consumía hasta quedar en lo imprescindible. La mujer estaba sentada en el umbral, y eran las tres de la tarde. Parecía inverosímil que hubiera decidido estar afuera a esas horas y con ese calor, pero probablemente se debiera a la esperanza de la lluvia inminente —ese vaho de humedad que se aloja detrás de la nariz, antes de la garganta, y es un preludio expectante y denso—.  Tenía las piernas estiradas y miraba al vacío. No veía lo que ocurría alrededor, porque ocurría poco. Todos estaban sufriendo el calor adentro, con el precario alivio de los ventiladores. No era uno de esos lugares en los que abundaran los aparatos de aire acondicionado.

  El hombre venía caminando por la misma vereda. Apuraba el paso porque ese era para él un vecindario ajeno y lejano, y el clima de tormenta se tornaba cada vez más amenazante. No pensaba en nada en particular. Tal vez se debiera a ese mismo ensimismamiento el hecho de que la intuyera antes de verla. Coincidió con un trueno de que rompió la sordina, y por un momento el aire no le entró en los pulmones. Después, la miró entrecerrando los ojos para hacer foco, pero estaba a unos cuantos metros y no podía jurar que fuera ella. Caminó unos pasos vacilantes, tratando de decidir si era mejor dar la vuelta o seguir a pesar del peligro. De pronto no le cupieron más dudas, y se inclinó por huir todo lo más cobardemente que pudiera.  Justo cuando se estaba deteniendo para volverse, la mujer giró el rostro hacia él. No es que lo mirara, de hecho sus ojos parecieron recorrer un vacío igual al que poco antes escrutaba en el  frente. Sin embargo, el hombre supo con una certeza lacerante que ella era completamente consciente de su presencia.

  Estaba a unos quince metros del umbral, que lo mismo podría haber sido un agujero negro. Ella volvió a su posición inicial, y ni siquiera se inmutó cuando las primeras gotas gruesas empezaron a caerle y a caer,  levantando  un vapor denso con olor a tierra y cemento. El hombre no tuvo más remedio que seguir caminando, cada vez con la cabeza más baja, forzando cada paso infame. De pronto se le ocurrió pensar dónde estaría el chico, si es que existía, si es que alguna vez había existido. Tal vez durmiera la siesta adentro, sudando con el pelo pegado a las sienes. Ella también tenía el pelo húmedo ahora, y los brazos más gruesos de lo que recordaba, y un vestido desteñido con manchones oscuros por los goterones que la golpeaban. Nada de eso importaba en lo más mínimo. Se preguntó si el chico importaría, en caso de que en verdad estuviera durmiendo adentro.

  Los segundos se estiraban y cada paso duraba un lapso que el hombre no podía determinar. En verdad, necesitaba todo el tiempo posible para pensar. No en ella  en sí misma, no para recordar. Tenía los recuerdos encarnados, o más bien grabados en el cuerpo como tatuajes mal hechos. Lo que necesitaba pensar era qué hacer cuando llegara hasta el umbral. Seguir de largo sin hacer nada  quedaba fuera de toda consideración, sobre todo porque intuía que era lo que ella esperaba, y por primera vez no quería satisfacerla. No había redención posible, pero un pequeño acto de rebeldía tal vez impidiera que se desintegrarse en el aire y se hiciera pura ceniza,  poco más que la nada que sabía que ya era. Entonces, detenerse. Entonces, abrir la boca. Para qué. Hasta ahí había llegado en las elucubraciones, y los pasos fatigosos ya lo habían dejado a menos de un metro de ella. Seguía sin mirarlo, con los ojos velados, con la cara macilenta, con la boca apretada con determinación.

   En ese momento sonó otro trueno, estruendoso como un disparo. Los dos alzaron los ojos al mismo tiempo, para mirar el rayo. Pero cuando el hombre se volvió para mirarla a ella —sin pensar, en un gesto íntimo imprevisto— la mujer ya se había parado, ya se había dado vuelta y entraba al pasillo. No cerró la puerta, le concedió el privilegio de verla alejándose. Él se quedó mirándola, y mirando el pasillo unos minutos después de que desapareciera definitivamente. Mientras tanto, el aguacero por fin había decidido descargarse sobre ese mundo gris y recalentado. El cielo reventaba, caía tanta agua que casi no se veía nada, y por un instante al hombre le pareció bien que así fuera. Después, retomó el camino, otra vez con pasos apurados que ahora duraban lo que tenían que durar. Agachó la cabeza para surcar el vendaval cada vez más violento, y no hizo nada más que seguir caminando, porque pensó que nunca tendría menos sentido echarse a llorar. O hacerse ceniza. O aullar.

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