Marruecos (Andrea Marchiol)
Muchas cosas pueden parecer raras, pero que te abandone la
propia sombra es demasiado.
Marrakech es una ciudad a las puertas del desierto,
amurallada, con olor y color a arena. El sol calienta todo y todo lo derrite,
para luego reaparecer y recuperar su forma con la noche y los suspiros. La noche carga
con la desesperación que deja el día y
la ausencia de sombras perdidas.
En Marrakech, las
sombras huyen devoradas por los encantadores de serpientes, los saltimbanquis y
los cuentacuentos. Las mujeres de henna venden imitaciones de sombras con formas diversas, coloridas, que a cambio de varios dirham rechazan los rayos
que, como puntas de agujas
siniestras, taladran la piel.
Las sombras envueltas en pañuelos grises, morados, azules y
dorados corren por los zocos tortuosos, y en esos laberintos inciertos cobijan
los misterios guardados en cofradías oscuras.
Las esencias y los aceites untan las siluetas de las sombras
extraviadas, que ayudan a deslizar su holgura y con la delicadeza de su figura
tiñen la realidad y su futuro. Se sientan a disfrutar el mundo oculto del café
de las especias y, confundidas entre sabores y aromas, esperan el llamado desde
el alminar de las mezquitas. Buscan sus otras almas cómplices, las piadosas,
las que miran por dentro, las cargadas de fe.
Distraída en Marrakech, mi sombra me abandonó sin escatimar
nostalgia, me dejó a merced del asombro y el desamparo. No hubo despedidas ni
arrepentimientos. La vi volando por última vez, con su perfil pegado a la muralla. Me quedé tranquila, sin embargo,
cuando la vi rodeada de otras sombras prontas a perderse en los caminos del
desierto.
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