Contratapa "Rosario 12"
26/6/2013
Pájaro rojo veneciano
Lo recuerdan entre
la bruma lánguida del crepúsculo alimentando las garzas. Borracho, hablando
solo, la figura recortada contra el cielo de la tarde, en la isla que emergía
del centro de la laguna. Cuando el agua salió de su cauce, inundó los bordes de
la isla (el capricho del agua que sube y que baja es inmanejable para los
hombres); después, los vestidores y la playa de arenas terrosas; después, el
hotel recostado sobre la orilla y los campos de los alrededores. La laguna,
desde entonces, se abre sobre la llanura como un espejo hacia el vacío.
A los gringos que
construyeron la villa, las garzas les habían causado asombro. En esa época las
aves se posaban en la costa -el río no había desbordado todavía- y en los
islotes de la laguna durante la temporada de calor. Llegaban en bandada para la
primavera y después del verano se iban para el norte a buscar otros climas.
Tras la inundación les cambiaron las costumbres, y con el reflejo cálido y la
humedad se quedaron incluso en el invierno. Los gringos también vinieron para
la primavera; unos meses después, en pleno verano, llegó el Veneciano. La
laguna estaba baja, se podía alcanzar la isla caminando sobre el barro, el agua
apenas nos llegaba a la cintura.
En la isla, los
gringos construyeron el refugio; la gente del lugar (nosotros, entre ellos,
apenas unas criaturas) empezamos a llamarla “la isla de las garzas” porque al
caer la tarde la invadían las aves. Cuando el farol del hotel comenzaba a
destellar entre la bruma y el cielo del crepúsculo envolvía la laguna de
reflejos rojizos, las garzas que sobrevolaban el refugio se volvían rojas como
flamencos, transformadas por la luz de la tarde. El barro era realmente
milagroso: la gente venía a curarse desde lugares alejados; escapaba del frío
de la capital, y de junio a agosto
aprovechaba el verano tenue de la villa, ese breve simulacro del estío. “Un
brazo del trópico en la pampa”, decían los anuncios en los diarios porteños, y
además, “rodeado de barros curativos”.
Los lugareños
recibimos a los turistas primero con tímida sorpresa y después con tímido
fastidio. Los gringos cruzaron el océano para construir el “Grand Hotel”;
nosotros pronunciábamos “Granoté”. Tardaron un año entero en levantarlo.
Después de la inundación, cuando los gringos se fueron para siempre, entre las
ruinas crecieron los yuyos y las enredaderas salvajes. Se fueron todos, como de
un barco que se hunde. Las esculturas de sirenas sobre la torre del mirador -la
que en su delirio el Veneciano confundiría con un faro para los navegantes-
vigilaron desde entonces el puente imaginario que unía la orilla con la isla.
En la isla se recluyó el Veneciano.
El refugio iba a
mantenerse en pie hasta el día de la inundación final, y desde él, el Veneciano
contemplaría como desde el palco de un teatro circular, la puesta en escena de
la puesta del sol entre las garzas. En la costa, las hiedras perfumaban las
paredes del hotel abandonado y se debatían con el viento. A veces sueño todavía
con las aves que se balancean en el viento como en un baile que se quiebra. Con
la primera inundación, el agua llegó hasta las escalinatas, el hotel perdió su
umbral y comenzó a hundirse en la laguna desbordada.
No sé cuándo comenzó
el Veneciano a soñar con construir una ciudad de belleza flotante, con canales
como calles y jardines con estatuas asomadas tras las verjas. Pero es que había
que verlo entonces, como un palacio sitiado por el agua salada, inexplicable,
que cubría la llanura; rodeado por macetas con geranios como destellos sobre la
balaustrada, las paredes pintadas de un color parecido al amarillo o al ocre
que no hemos vuelto a ver, y el frente adornado por las sirenas rampantes como
un mascarón de proa sobre la laguna.
Los materiales y los
muebles los trajeron del extranjero. Decíamos, entonces, asombrados: “Allá, del
otro lado de la tierra, atravesando un mar verdadero, imposible de abarcar con
la mirada”. Nuestra laguna nacía en el río y por un misterio, aun ahora, para
mí, desmesurado, desaguaba en la llanura baja cercana a la villa, bañaba los
campos de agua salada, convertía la tierra en barro milagroso y convocaba a los
turistas al hotel de descanso.
Los gringos habían
sembrado la isla alta con antílopes y con ciervos traídos para la caza desde
lejos, todo para que los ricos se diviertan (los animales morirían con la
inundación). Criaron truchas en la laguna. Éramos chicos y aprendimos que los
ricos necesitan lugares para disfrutar sin que los turben las miradas ajenas;
entonces, necesitaban un sitio templado para pasar el invierno. Todo terminaría
cuando en Europa estalló la guerra: los dueños del hotel que eran gringos o
socios de los gringos cerraron el hotel y los turistas se fueron para siempre.
Quedó el edificio desnudo, pudriéndose de a poco, y el Veneciano -que seguía
soñando con levantar aquí toda una ciudad de descanso- no se quiso volver como
los otros.
En esa época todavía se podía conversar con
él; nosotros lo hacíamos cada tarde, con la luz cayendo, roja, desde el
horizonte. Nos contó tantas cosas antes de volverse loco para siempre. El Palazzo había sido su sueño, confesaba
mientras palpaba los muros que empezaban a descascararse y a cubrirse de musgo.
Recorría los salones desiertos -ajeno, borracho-, caminaba entre las ruinas,
señalaba la cúpula translúcida y vencida del giardino d’inverno por donde aún caía una catarata de luz y hablaba
del Risorgimento (años después, yo me
asomaría al mundo como a través de una ventana, y esa ventana había sido
abierta por el Veneciano para mí).
Entonces él hablaba
con murmullos, intercalaba palabras en italiano, el sonido de su voz resonaba
en nosotros como un lenguaje de muertos. El edificio envejecía tristemente,
tenaz, imperceptible, como las flores: los goznes carcomidos por la sal; las
cornisas atravesadas por grietas, y él sólo pensaba en Venecia, pero jamás en
partir. Comprendimos su locura cuando por primera vez, al atardecer, al
levantarse las garzas entre graznidos, el Veneciano, fuera de sí, gimió de
terror. “Pájaros”, comenzó a repetir cada atardecer, en castellano, en el
refugio, frente a las aves, de cara al sol que se ocultaba.
Nos había contado que
lo perseguía una pesadilla desde niño: un hombre alto como un príncipe vestido
de negro, la cabeza de pájaro con el pico sangrante extendido hacia su cara. Se
despertaba agitado, despavorido, a pesar de que la máscara del sueño nunca
llegaba a cumplir la amenaza de perforarle la piel. Nos contó cómo, año a año,
iba viendo cambiar en el sueño los rasgos de su cara de espanto: del niño al
púber, del púber al joven y después al adulto, y del adulto, algún día, suponía
(temía), al anciano y a la calavera del anciano.
Allí el Veneciano se
reía con leves estertores que lograban transmitirme el pavor de la pesadilla.
Comprendimos entonces que las mascaradas de sus sueños se le habían vuelto
reales, y que él estaba definitivamente solo. Aún hoy, cuando las garzas se
posan en los nuevos bordes de la laguna, resuenan los ecos de su risa, y no se
disipan hasta que anochece. Nunca lo he confesado, es un secreto. En la ciudad
trémula, sumergida como un espejismo, temo que piensen que soy yo, ahora, el
pobre y triste loco.
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