Diario de viaje: El país de la infancia
Beatriz Actis
(Contratapa de "Rosario 12", 17 de octubre de 2012)
Mariposa
“En el jardín que parece un abismo / la mariposa llama la atención: /
interesa su vuelo recortado / sus colores brillantes / y los círculos negros
que decoran las puntas de las alas. / Interesa la forma del abdomen. / Cuando
gira en el aire / iluminada por un rayo verde / como cuando descansa del efecto
/ que le producen el rocío y el polen / adherida al anverso de la flor / no la
pierdo de vista / y si desaparece / más allá de la reja del jardín / porque el
jardín es chico / o por exceso de velocidad / la sigo mentalmente /
por algunos segundos / hasta que recupero la razón”. Nicanor Parra
por algunos segundos / hasta que recupero la razón”. Nicanor Parra
Amigas que
pasaron su infancia, como yo, en pueblos con calles de tierra, recuperan
recuerdos compartidos; en mi caso, sin embargo, a eso no lo viví o -lo más probable- sí lo viví pero hoy, por
motivos secretos, no lo puedo rememorar.
Me resisto a que
eso suceda. ¡Si son necesarios los recuerdos bucólicos!
Así que, como en
otro de los poemas de Nicanor Parra, “me retracto de lo dicho”.
La memoria de
los otros, ya me la apropié: las mariposas revolotean detrás del camión
regador, sobre la tierra mojada; son amarillas, pequeñas, a veces sus alas
parecen de color naranja. Y sí, lo recuerdo. De forma nítida. También, el olor
de la tierra humedecida.
El niño habla
Las vacaciones en las sierras resultaron este
año más largas, más lentas. No fuimos ni a Cosquín ni a La Falda sino a San Esteban, un
pueblito medio perdido en donde ni siquiera en un enero soleado se arremolina
la gente.
En veranos anteriores, los balnearios se
llenaban de turistas y a veces, incluso, llegábamos a conocer a algunos de los
chicos lugareños. En Cosquín una vez trepamos al cerro con la cruz en la punta y
subimos a un tren que nos llevó hasta el Lago San Roque; el tren estaba un poco
destartalado pero pasaba por la sierra, serpenteaba, te podías marear, era
emocionante.
Y en el Dique del Lago estaba el embudo
gigante, la gente murmuraba, se decía en voz baja que ahí se había suicidado
una vez un hombre. La noche que siguió a la mañana en que lo escuché apenas
pude dormir imaginando ese pozo monstruoso que se tragaba el cuerpo de un
hombre, y hasta el alma de un hombre tal vez se hubiera tragado.
La vez que fuimos a La Falda, igual de lindo, había
un reloj cucú (yo ya había visto uno, otra vez, en Carlos Paz, se ve que a los
cordobeses les gusta) y me tomaron una foto a su lado; la foto era grande y
estaba pintada de colores suaves, líquidos, como los de una acuarela. También
vimos un hotel más o menos abandonado que parecía embrujado, quizás lleno de
fantasmas.
Pero en
Los anaranjados
Una casa de pescadores sobre la barranca
del río Paraná, pegada a la ciudad, como colgada –uno se asoma desde la baranda
del parque y mira hacia abajo, y ahí está ella, la casa isleña a sólo cuadras
del ruido del centro-, tiene un patio que mira al río, con árboles, canoas,
redes de pesca y trastos, y un poblado de gatos color anaranjado que forma otra
red.
A veces duermen bajo el sol, y se les ilumina
el pelaje, que se vuelve un destello amarillo, de tan soleado. Otras -cuando
hace frío- se los ve acurrucados en un manojo de cuatro o cinco, como en un
juego de encastres o en un rompecabezas completo. No hay ni un pequeño espacio
entre unos y otros; son madejas de gatos atigrados dándose calor y queriendo
dormir en el rigor de las siestas del invierno.
La mayoría de las veces, se puede jugar desde
arriba a “encontrar el gato naranja bajo la barranca”: están dispersos en
rincones, techos, pies de escaleras, botes, arbustos, caminitos de cemento. Y
esa disposición no parece arbitraria.
Hay un diseño oculto – o debería haberlo-
que los ordena en el aparente desorden, en la simetría virtuosa.
Se puede observar como un fresco de naturaleza con gato (¿post
impresionista?) y es grato descubrir al anaranjado clarito alineado con el
naranja oscuro de más allá y los
vericuetos del gato chiquito que avanza mientras en la retaguardia cinco o seis,
mayores, se empeñan en ignorar sus pasos. Del mismo modo como, tras mucho rato
de contemplar un cuadro en un museo, empezamos a ver los detalles que, en una
primera mirada, permanecieron ocultos a nuestra curiosidad.
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