Más allá del mundo
Beatriz Actis
Como una
ráfaga,
el azote de memoria
dispensa
gestos
para un rostro
de tristeza destemplada
y de curiosidad incierta.
Quemar las naves,
hundirse con el barco.
Todo tendría
lugar
entonces.
Más allá del mundo
hay dragones.
-dos -
Entre el sueño y la mañana
el viento avanza.
En las afueras
del aeropuerto de Bogotá,
tras ventanales
huele
a naranjas verdes
y a una luna
que asoma en las tinajas.
“Para que la gente mantenga
viva la esperanza”,
dice un muchacho y ríe
no sé de qué venía hablando, pero
ríe,
tira un papel en el cenicero de
pie
en el hall del aeropuerto
y se va hacia el aparcadero de taxis.
Las voces en el noticiero de la
televisión en tanto
hablan únicamente de masacres y
de sicarios
y todo resulta o se vuelve
familiar
y simple al lado de la idea
reiterada de la muerte.
Las caras de la espera en el
aeropuerto
-
que podrían ser
en absoluto
las de cualquier otro lugar de
América -
son caras de tránsito y cansancio
repetido.
No hay juego
no hay sueño ni alegría
en el medio de la sala de espera.
Un carro con bebidas.
“Aguardiente antioqueña”,
pide un viajero
y en la televisión
anuncian monótonamente
la masacre de indios en
Antioquia.
Pienso en aquella famosa división
entre turistas y viajeros.
Oscurece temprano en Bogotá
y en forma leve.
Quiero dormir y partir.
Partir ya, y nada más,
mientras los espejos
devuelven
alguna fatigada
versión
de mí.
-tres -
Aquí en Caribe no hay relojes
-
dicen dos
mujeres chilenas -
y todas las copas de todos los
árboles
no aplacan la tenacidad del sol.
Más despiadada que la búsqueda
del silencio
es la búsqueda
de la sombra.
Quiero que dure,
sin embargo,
porque este aire
me llena de asombro
como una noche
de luto
o como un día
de fiesta.
-cuatro -
Temo languidecer
en el país
así como morían de malaria
aquellas pálidas mujeres
inglesas
en las colonias africanas.
Pasa el camión nocturno
de la basura
y mezcla frituras con frutas
salvajes
de nombres sonoros,
olores amenazantes como selvas.
Una perra marrón
hace piruetas tristes junto a su dueño,
vestida con una capita roja y raída.
Me dan ganas de llorar.
Mendigos piden monedas
y casi mendigos venden de todo:
collares cigarros
pañuelos tarjetas
adornos pulseras
flores frutos tropicales
sombreros pájaros míticos
serpientes.
Miro la noche
y en ninguna parte hay luna.
Guitarras suenan
y trompetas y tambores,
música de vallenato.
Parca, leve,
la luz de las velas.
La luna en Ciudad vieja
(suenan trombones)
teme la noche.
Todos niegan la peste ante los turistas,
todos, como en Muerte en Venecia,
pero en un delirio de ron y de calor.
Pocos hablan ante nosotros
o se habla de espaldas
de las ciudades clandestinas
arrasadas en la miseria de las selvas.
La Plaza de Santo Domingo,
iluminada por fuegos que giran y trepan
desde las manos de los malabaristas
hasta la sinceridad de la noche.
Paraíso de mutantes,
bellezas, miedos.
Cartagena.
-cinco -
Sufre la luz
Sobre cabezas miserables.
El ciego baila.
Es un desdichado.
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