Ezequiel Caminiti - Taller Literario (2014)
Sentado
en el sillón de fino paño bordó, en el claroscuro de una penumbra crepuscular
esperaba, impaciente quizá, con un tazón de café negro de Colombia o Brasil, un
desenlace que se le presentaba imposible. Incongruente para su finita razón
meditaba, la pierna derecha descansando sobre la izquierda, la mirada fija y
sombría en algún punto inaccesible, en las imágenes que se le presentaban como
proyecciones cinematográficas de los años vividos junto a una mujer que dejaría
de amar. No lo comprendía, y no lo comprendería; amanecería al día siguiente y
todo sería confuso e indoloro. Y efectivamente, se encontraron en un café de
poco prestigio, oscuro o viscoso y terminaron sin desengaños, sin temores y sin
nostalgias. El desarraigo fue simétrico y sincronizado, por tanto no escribió
ninguna poesía sobre ella. Pero el tiempo pasó, una vez más, y conoció a Julia,
y se enamoró y fue correspondido. Entonces sintió una especie de renacimiento,
como el fénix, y creyó que aquella mujer se convertiría en el amor de su vida,
como había creído de las anteriores. Pero una fuerza poderosa como planetas los
sucumbió, una revelación mística les dio el vencimiento y ambos vieron la
lejanía del tiempo de aquella fecha y postergaron el problema. Se amaron como
deben amarse dos personas, con locura y con ardor, sin pensar demasiado pero
siempre con la mirada de reojo en la fecha impuesta para el desamor. Lo mismo
sucede con la muerte, pensó Martín. Tenemos una fecha, desconocida por suerte
para los mortales, en la cual dejaremos de existir. Y no nos detenemos a
reflexionar demasiado en ello, en tanto siempre creemos en el “más adelante”,
“sucederá, sí, pero en el futuro”. Y la mecha se va extinguiendo hasta que la
muerte sorprende en momentos muchas veces inoportunos. Como si la muerte
comprendiera sobre oportunidades... El hecho, inaudito, es que Martín podía
prever el día exacto de la extinción de un amor. Y dicha revelación o intuición
no era parcial o indefinida, sujeta a cambios o determinada por alteraciones
azarosas. Era plausible, exacta y comprobable. Martín sabía la fecha en la cual
dejaría de amar a una persona, y a
menudo su mujer también lo sabía. Esto llevaba a que su experiencia con
el amor fuese sumamente decepcionante; todos sus actos y sentimientos estaban
destinados a perderse sin remedio, cada gesto, cada beso, cada abrazo no era
más que un pálido acontecimiento de una inexpugnable destilación. Y tampoco era
que el amor se iba erosionando como las rocas hasta desaparecer el día
señalado, sino que los sentimientos eran intactos hasta la víspera de su
destino.
No
concebía el hecho de que su pasión se apague en un instante, de un momento a
otro, sin mediar un proceso de desteñido que lo lleve al cese natural de su
inclinación. No. Era un chasquido de dedos y el sentimiento mutuo moría
insensiblemente. Si la vida estuviese determinada por la fecha exacta de
nuestra muerte, nuestro transcurrir sería harto diferente. Sentiríamos el más
absoluto vacío en cada acto, no seríamos más que fantasmas apáticos cuya única
meta es llegar al día señalado y cuyo galardón sería el más funesto que ha
legado la humanidad toda, la desaparición en la inexistencia. Lo que hace
hermoso a los hombres es su carácter mortal anexado al desconocimiento que
tenemos sobre el cuando, el como y el por qué. Y en el amor sucede lo mismo.
Martín y Julia sabían que el tres de julio del 20... su fuego se apagaría para
toda la eternidad. Y había mucho plazo por delante, pero ¿con que motivación se
besarían o se abrazarían si su destino ya estaba signado? No existe amor sin
casualidad mediante. Dos personas no se encuentran jamás en la infinidad del
multiuniverso sin que previamente se den ciertos sucesos de aspectos casuales
que los lleva a encontrarse en un momento y en un lugar determinado, y sabiendo
que el más insípido cambio hubiese sido desastroso. Ello nos lleva a pensar
muchas veces en una organización cosmogónica, metafísica, teológica que
diagrama nuestro porvenir de manera tan sincronizada que su ulterior
consecuencia deviene en el encuentro de dos seres.
Martín
conoció a Julia una noche gélida de junio en un barcito perdido. No saldría
aquella noche debido a un estado febril que lo tenía en cama desde hacía varios
días. Su decisión de salir, pasear por una calle lateral para dirigirse a un
boliche, encontrarse con aquel bar perdido y como obstáculo de su verdadero
destino, entrar, pedirse un trago desagradable, levantarse para devolverlo y
encontrarse allí, en la barra del barzucho a Julia quien, a su vez, aquella
noche reemplazaba a una compañera suya que se había pedido franco, la bronca de
tener que trabajar, pensar en excusarse y no ir, decidir finalmente presentarse
en la barra, terminar el turno y prolongarlo una hora más de mera tozudez y
resentimiento, y conocer a Martín ahí mismo, es cuanto menos, inquietante.
El
cambio más inocente a cualquiera de estas decisiones hubiese significado el
desencuentro. ¿Cuantas personas conocemos o dejamos de conocer por tomar una
decisión? ¿Cuantos amores nos hemos perdidos o estamos perdiendo ahora mismo,
quizá, por no proceder de otra forma? Pero lo hermoso y singular de todo esto
es el hecho del desconocimiento, de no saber que probablemente ahora mismo
estaríamos conociendo el amor si optásemos otra resolución. Pero Martín y Julia
se conocieron, y se enamoraron y también sabían que el tres de julio de 20.. no
serían más uno, no se mirarían con aquellos ojos vidriosos ni con aquella
sonrisa sincera. Y lo sabían con certeza. Y a su vez creían, o querían creer
que no sucedería, que se amarían toda la vida por más determinaciones que se le
presentasen en su contra, y que aunque fuese cierto el sino, faltaba mucho,
muchísimo.
No
reparaban en lo ridículo de sus actos, ni especulaban. Eran felices, y lo eran
más en tanto el tiempo avanzaba irresoluto, viviendo con más ahínco las
experiencias y disfrutando sobremanera los pequeños hechos para que les quedase
impregnados en la memoria emotiva. Estos pequeños acontecimientos, como ser,
unos meros mates a la sombra de un fresno, los paseos por la costanera, el
aroma de una flor, cobraban un simbolismo trágico y divino, en tanto estaban
destinados a morir, y por eso el goce era superior. Los días se sucedieron y
Martín y Julia marchaban tan bien que comenzaron a planear a lo grande; la
convivencia, los hijos. Pero luego se quedaban callados, miraban al suelo y se
entristecían en pensar que era inútil todo aquello, que no valía la pena
diagramar una vida juntos y que lo mejor era vivir desordenadamente, sin
grandes cavilaciones. Y así se fueron aproximando a la fecha; cada tanto se
miraban profundamente, buscando interiorizar cada rasgo del otro para no
olvidarlo jamás, para que en el futuro al menos se pudiesen recordar
enteramente. Pasaban horas sentados frente a frente, analizándose y sin decir
palabras, acariciándose y fotografiándose mentalmente. Querían que aquel amor
perdure al menos en el recuerdo, por que el recuerdo es inmortal y nadie muere
mientras se es evocado. A pocos días del final se volvieron sombríos y
taciturnos, evitaban disfrutar, como un ejercicio previo a lo que serían sus
días sin el otro. Entonces se veían poco, buscaban distracciones paralelas para
no pensar que el tiempo se consumía, y apenas si se miraban. Cada tanto
intercambiaban banalidades, nadie hablaba de emociones ni de sentimientos, no
valía la pena. Pero no hay nada más incómodo que fingir ante lo implícito.
Bastaba un intercambio de miradas para darse cuenta lo que el otro pensaba.
Entonces Martín hablaba alegremente sobre cotidianidades, y Julia reía
exageradamente premiando su esfuerzo. Estaban en un estado falaz, paralelo a la
ilusión y previo al certero desengaño. La última semana su relación tomó un
tinte hostil. La ansiedad, los nervios y el dolor dieron paso a los reproches.
No obstante era un simple mecanismo de defensa buscando eludir lo
verdaderamente trascendente en sus vidas. Se pelean por que se aman demasiado
(afirmó un allegado) y no conciben una vida separados.
Uno
de aquellos días, simplemente se abrazaron, apagaron las luces, se estacionaron
en un rincón oscurísimo del apartamento de Julia y lloraron amargamente durante
horas, sperando que un Dios benefactor se compadeciera de su desdicha.
Albergaron la esperanza de que alguien los librase de su maldición. No sucedió.
Sus últimos dos o tres días fueron fríos y burocráticos. Dejaron en orden
ciertas cuestiones, se amaron por última vez pero abúlicamente, como una
cuestión de rigor, y se despidieron del modo más frívolo, deseándose buena
fortuna y la buena estrella. El último día Martín no vio a Julia. Se preparó
una taza grande de café negro, de Colombia o Brasil, se sentó en su sillón de
fino paño bordó que le recordaba lejanamente a un terciopelo de su infancia.
Las
horas se consumían con una luz crepuscular filtrándose por la ventana
seriamente cortinada. Quería penumbra. Pensó en Julia y todo el amor que lo
embargaba, y creyó que aquella vez sería distinto, que el tres de julio
llegaría y que sus sentimientos no mutarían. Que despertaría y correría a su
lado, abrazándola con fuerza y riendo para festejar la ignominia. Se equivocó. Comió
discretamente y en silencio. Hizo tres o cuatro sudokus y un crucigrama. Luego
se bañó, preparó el despertador con el deseo de que no suene jamás, o mejor,
que lo desvele de aquella pesadilla. Se acostó aquella noche sin grandes
remordimientos y no soñó con Julia. Por su parte, ella durmió todo aquel último
día. Se levantó a medianoche con nauseas, tomó un boldo esperando merme el
efecto de su malestar y volvió a la cama. Supuso aquellos síntomas como la
empiria de un sentimiento muerto. Ya no pensó en Martín, su dolor estomacal le
preocupaba más. La última vez que Martín y Julia se vieron fue varios años
después. Se saludaron tímidamente, hablaron bagatelas y se despidieron con más
premura que interés. No sintieron dolor, ni tristeza, ni desengaño, ni
nostalgia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario