Cecilia Echecopar - TALLER LITERARIO (2014)
La tormenta
El 20 de febrero de 2013 hacía un calor de plomo. El cielo parecía estar
a pocos metros del piso, a punto de derrumbarse. Mientras tanto, todo se había
detenido. Hasta los ruidos sonaban más apagados, como con diley. Una
calle polvorienta en un barrio olvidado de casas viejas con paredes
descascaradas o jardines famélicos se consumía hasta quedar en lo
imprescindible. La mujer estaba sentada en el umbral, y eran las tres de la
tarde. Parecía inverosímil que hubiera decidido estar afuera a esas horas y con
ese calor, pero probablemente se debiera a la esperanza de la lluvia inminente
—ese vaho de humedad que se aloja detrás de la nariz, antes de la garganta, y
es un preludio expectante y denso—. Tenía las piernas estiradas y miraba
al vacío. No veía lo que ocurría alrededor, porque ocurría poco. Todos estaban
sufriendo el calor adentro, con el precario alivio de los ventiladores. No era
uno de esos lugares en los que abundaran los aparatos de aire acondicionado.
El hombre venía caminando por la misma vereda. Apuraba el paso porque
ese era para él un vecindario ajeno y lejano, y el clima de tormenta se tornaba
cada vez más amenazante. No pensaba en nada en particular. Tal vez se debiera a
ese mismo ensimismamiento el hecho de que la intuyera antes de verla.
Coincidió con un trueno de que rompió la sordina, y por un momento el aire no
le entró en los pulmones. Después, la miró entrecerrando los ojos para hacer
foco, pero estaba a unos cuantos metros y no podía jurar que fuera ella. Caminó
unos pasos vacilantes, tratando de decidir si era mejor dar la vuelta
o seguir a pesar del peligro. De pronto no le cupieron más dudas, y se
inclinó por huir todo lo más cobardemente que pudiera. Justo cuando se
estaba deteniendo para volverse, la mujer giró el rostro hacia él. No es que lo
mirara, de hecho sus ojos parecieron recorrer un vacío igual al que poco antes
escrutaba en el frente. Sin embargo, el hombre supo con una certeza
lacerante que ella era completamente consciente de su presencia.
Estaba a unos quince metros del umbral, que lo mismo podría haber sido
un agujero negro. Ella volvió a su posición inicial, y ni siquiera se inmutó
cuando las primeras gotas gruesas empezaron a caerle y a caer, levantando
un vapor denso con olor a tierra y cemento. El hombre no tuvo más remedio
que seguir caminando, cada vez con la cabeza más baja, forzando cada paso
infame. De pronto se le ocurrió pensar dónde estaría el chico, si es que
existía, si es que alguna vez había existido. Tal vez durmiera la siesta adentro,
sudando con el pelo pegado a las sienes. Ella también tenía el pelo húmedo
ahora, y los brazos más gruesos de lo que recordaba, y un vestido desteñido con
manchones oscuros por los goterones que la golpeaban. Nada de eso importaba en
lo más mínimo. Se preguntó si el chico importaría, en caso de que en verdad
estuviera durmiendo adentro.
Los segundos se estiraban y cada paso duraba un lapso que el hombre no
podía determinar. En verdad, necesitaba todo el tiempo posible para pensar. No
en ella en sí misma, no para recordar. Tenía los recuerdos encarnados, o
más bien grabados en el cuerpo como tatuajes mal hechos. Lo que necesitaba
pensar era qué hacer cuando llegara hasta el umbral. Seguir de largo sin hacer
nada quedaba fuera de toda consideración, sobre todo porque intuía que
era lo que ella esperaba, y por primera vez no quería satisfacerla. No había
redención posible, pero un pequeño acto de rebeldía tal vez impidiera que se
desintegrarse en el aire y se hiciera pura ceniza, poco más que la nada
que sabía que ya era. Entonces, detenerse. Entonces, abrir la boca. Para qué.
Hasta ahí había llegado en las elucubraciones, y los pasos fatigosos ya lo
habían dejado a menos de un metro de ella. Seguía sin mirarlo, con los ojos
velados, con la cara macilenta, con la boca apretada con determinación.
En ese momento sonó otro trueno, estruendoso como un disparo. Los dos alzaron los ojos al mismo tiempo, para mirar el rayo. Pero cuando el hombre se volvió para mirarla a ella —sin pensar, en un gesto íntimo imprevisto— la mujer ya se había parado, ya se había dado vuelta y entraba al pasillo. No cerró la puerta, le concedió el privilegio de verla alejándose. Él se quedó mirándola, y mirando el pasillo unos minutos después de que desapareciera definitivamente. Mientras tanto, el aguacero por fin había decidido descargarse sobre ese mundo gris y recalentado. El cielo reventaba, caía tanta agua que casi no se veía nada, y por un instante al hombre le pareció bien que así fuera. Después, retomó el camino, otra vez con pasos apurados que ahora duraban lo que tenían que durar. Agachó la cabeza para surcar el vendaval cada vez más violento, y no hizo nada más que seguir caminando, porque pensó que nunca tendría menos sentido echarse a llorar. O hacerse ceniza. O aullar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario