Gato, gato, gato
Beatriz Actis (fragmento inicial)
En una de las exploraciones que hacemos con
papá cuando paso los fines de semana con él fue que encontramos a Pantufla.
Flaquito, chiquito, solito, estaba acurrucado detrás de unas bolsas, cerca de
un contenedor de basura.
“Se ve que lo dejaron abandonado”, dijo papá,
y a los dos nos dio mucha rabia y tristeza. Lo llevamos al departamento y ahora
ya es un gato peludo (antes era peludito) y con las rayas atigradas bien
marcadas. “La verdad, creció un montón”, dije yo. “Le hace honor a su nombre”,
dijo papá, al verlo dormir acariciando una pantufla. Sea invierno o verano,
siempre hay que tener la precaución de tener una pantufla disponible para él.
El único conflicto fue con Cachapé, el viejo gato
de la casa, que al principio le hacía “ffffffffff” cuando lo veía. Ahora, que
pasó el tiempo, ya se hicieron amigos. Bueno, bastante amigos, es decir, más o
menos amigos: a veces sí, a veces no. Porque cuando Cachapé quiere estar solo,
le hace un montón de “fffffffff” todos seguidos y le muestra los dientes como lo
haría un león. Como a papá le encantan las historias, ni bien llegó Pantufla se puso a contar “El
gato con botas”.
Un viejo molinero, muy humilde, al morir dejó a sus hijos como herencia:
al mayor, el molino; al del medio, el burro, y al menor, el gato. El hermano
mayor y el del medio se unieron y siguieron trabajando en el molino, pero el
más pequeño no sabía qué hacer de su vida junto al gato. Se lamentaba:
—¿Y
ahora qué haré? Solos, el pobre gato y yo. El gato contestó:
— No creas. A mí siempre se me ocurren muchas ideas.
— ¿Ah sí? —preguntó el joven, extrañado.
— Sí, ahí se me ocurrió una: dame un par de botas y una bolsa. (...)
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