Beatriz Actis - Contratapa de "Rosario 12", 9/5/2013
VARADOS SOBRE EL RÍO
Tiene la piel curtida, lastimada por arrugas
que se perciben como grietas; el pelo castaño, con algunas canas, debe haber sido
muy claro cuando chica, como les pasa a muchos de los gringos. Su edad es en
cierto punto indescifrable. Al contarme su historia no deja de aclarar que
cuando era joven y acababa de llegar a Santa Cruz de la Sierra, la confundían con
una norteamericana o una europea por su largo pelo rubio; sonríe. Tiene los
ojos claros, de una especie de gris raro, transparente, aunque incluso sus ojos
han envejecido. “Mis padres eran de la Selva Negra -me dice-. Vinieron jóvenes; se
escapaban de la guerra. No eran malos, pero era gente muy dura, ¿vio? Yo, no
sé, salí distinta. Verlos a ellos era como ver en un espejo, pero al revés: yo
nunca quise ser así; a mí me gusta progresar, conocer otras cosas”.
No digo nada; ni siquiera trato de disimular
que me estoy secando la frente con un pañuelo de papel. “El personaje de la
novela me hizo acordar un poco a mi papá, por eso me gustó”, confiesa sin
mirarme, mientras revisa las marcas señaladas en el libro. Estamos solas en el
aula, una delante de la otra, bajo la impiadosa luz del fluorescente. En el
mismo edificio funciona de día una escuela primaria: las paredes tienen
listones de madera de donde cuelgan láminas con dibujos infantiles y sobre un
armario pintado de celeste está pegado el abecedario hecho con figuras de animales:
la “c” de canguro, la “e” de elefante, la “j” de jirafa, etcétera. En la puerta
del aula hay un cartel de cartulina en el que se lee: “Bienvenidos a 2do. B”. Hay olor a polvo de tiza y también a algo
pegajoso, como caramelo. Afuera, la noche se sacude en la tormenta.
La historia que ella cuenta tiene que ver
con un viaje desde Santo Tomé hasta Santa Cruz de la Sierra junto a su primer
marido, en ómnibus y trenes destartalados y polvorientos, siempre lentos, y
ellos con su solo equipaje: un bolso que él cargaba, con ropa de invierno que
jamás podrían usar en Bolivia (recordar este detalle le causa mucha gracia; yo
apenas me atrevo a sonreír) y otro bolso con el gato, que no hubieran podido
dejar solo en Santo Tomé, y que ella iba a cargar durante todo el trayecto.
“Cuando cruzamos la frontera un gendarme
preguntó: ¿Qué lleva en el bolso? Un gato, le dije. ¿Embalsamado? No, de veras,
y corrí del todo el cierre y se lo mostré, dormido. Era tan bueno ese gato, le
puse ‘Antonio’, por el santo; se portaba mejor que una persona”. La luz del
fluorescente titila, y nos encandila todavía más que hace un momento. Ella
sigue recordando el viaje del gato: “Pensar que se aguantó lo más bien todo
aquel trayecto, pero después se me murió en Bolivia”.
En medio de la noche tormentosa, suena el
timbre antes de la hora habitual de salida, y retumba, estridente, en el patio
bajo el tinglado y en las últimas aulas desocupadas. Con estos exámenes,
pienso, siempre pasa lo mismo: los alumnos empiezan hablando de las novelas, y
terminan contándolo todo. Es como si la historia que esconde cada uno se
pusiera en movimiento, y gente de la que yo no sabía casi nada demasiado
personal en la víspera, se vuelve protagonista y habla sin pudores de sí.
De repente, cada uno de sus gestos, cada una
de sus palabras, incluso en sus menores detalles, adquieren importancia y las
historias íntimas que me cuentan, los recónditos deseos y temores, pasan al
centro de la escena: sus vidas bajo la luz del reflector, que no es otro que el
fluorescente colgado del techo del aula, cualquier noche de semana en una
escuela para adultos de Santo Tomé.
Afuera, en el patio, las baldosas bajo del
tinglado están manchadas de humedad: en estas ciudades pegadas al río el agua
brota del suelo, desde los cimientos, y sube por las paredes. A veces, hasta
respirar se vuelve insoportable.
*
En
medio del clima que se ha vuelto desenfrenado, la avenida que conduce al puente
que nos lleva de regreso a Santa Fe se convertirá, como otras veces, en una
boca de lobo, y también en una especie de laguna, porque es cierto que caen dos
gotas y esa zona se inunda. La avenida bordea la costanera sobre el río Salado,
que separa las dos ciudades, así que siempre se desplaza un poco de tierra de
los canteros, desde la barranca hacia la calle, que en realidad más que en
laguna queda convertida en un pantano.
Mi compañera me grita: “Apurate que se larga”.
La sigo casi corriendo; sé que es una orden, la contraseña para salir rápido,
esquivando gente que se apretuja en la salida, como en un embudo, y que se
mueve lenta, arrastrando motitos y bicicletas por la misma puerta angosta por
donde ella y yo debemos pasar para llegar a tiempo a su auto, a tiempo, antes
de que el cielo se caiga. Salimos. El aire es frío, vuelan las hojas, basura
entre las hojas y también tierra seca de la plaza de enfrente. Es viento sur,
las ráfagas traen el polvo y las hojas secas desde la plaza hacia la vereda de
la escuela en donde se amontonan, se arremolinan y, de golpe, se dispersan la
gente, las bicicletas, las motos, que escapan de las primeras gotas.
Resuenan en mi cabeza algunas de las frases
graves que ella había pronunciado hacía minutos. Las había pronunciado después
de cada silencio, como apostrofando su relato, después de haber contado
sencillamente los sucesos: “Todo esto que
le cuento... cada cosa que pasó... es como si hubiera hecho de mi vida un
desierto”.
Sigo
a mi compañera que sube a su auto, me siento a su lado y se larga a llover. No
alcancé a mojarme, pienso, y sin embargo siento la ropa húmeda, que se pega a
la piel, y la sensación no es fresca sino viscosa. Mientras mi compañera trata
de hacer marchar el auto, que no arranca porque al parecer se le está acabando
la batería, me seco la frente con un pañuelo de papel. A través de la
ventanilla la veo caminar por la vereda de la escuela sin apurarse, como
resignada, bajo la lluvia reciente.
*
Ahora debemos detenernos en el puente: una
máquina está arreglando el pavimento, aprovechan este horario para hacerlo
porque hay menos tránsito. Debemos detenernos durante diez, quince minutos.
Inexplicablemente, a pesar de la lluvia, la máquina sigue trabajando. Miro
mejor: los hombres en el puente no parecen trabajar, sino estar esperando que
la tormenta pase, guarecidos unos dentro de la máquina y otros, bajo los arcos
que sostienen los tirantes del puente. Mi compañera protesta entre dientes y
enciende un cigarrillo. Estas cosas no suceden a menudo, aunque cada noche en
que volvemos cada una a su casa (vivimos cerca y por eso ella me lleva de
regreso), los pequeños inconvenientes de rutina al cruzar el puente que une
Santo Tomé con Santa Fe sumen a mi compañera en una especie de cólera apenas
reprimida, mientras que a mí me instalan en un hastío repetido.
Para entrar y salir de Santa Fe,
para cualquier lado que se vaya, siempre hay que cruzar algún puente; es como
vivir en una isla. El agua dibuja formas caprichosas, a veces armónicas y
otras, monstruosas, por debajo y a los costados del puente, pero yo, ahora y
aquí, no las puedo distinguir. La lluvia parece amainar. Alcanzo a ver que,
delante de la máquina, hay un camión viejo detenido, o tal vez sea el carro
desvencijado de algún ciruja, con la leyenda: “Sólo Dios sabe si
vuelvo”. Creo ver desdibujadas a lo lejos las luces de Santa Fe. Y pienso:
“Varados, otra vez. Varados sobre el río”.
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